La muerte de Becket, Lutrell's Psalter (1320-1340) |
La poesía de T. S. Eliot me fascina con un punto de
repulsión. En el medido vanguardismo de The Waste Land (1922) advierto una educada contención ante los lectores. El poeta no sólo controla sus emociones, sino que, horrorizado,
se apresura a detener, si le es posible todavía, las reacciones excesivas de un público que podría avergonzarlo. En Four Quartets (1943) este efecto, ambiguo, sigue siendo
magistral: memoria y lenguaje se funden en el lirismo de una inteligencia que
se resiste a ser despojada de sus atributos helénicamente divinos. En un
sentido paradójicamente platónico, la manía poética brota de la mirada teórica.
De modo soberano, Eliot poeta es ininteligible si se
obvia su condición de crítico literario. Basta hojear las notas que añadió al
final de su propia tierra baldía. Practicar
la crítica es una manera de marcar la civilizada distancia que debería mediar
entre el autor y su audiencia. La trillada anécdota de Ezra Pound pasando la
podadera por su gran poema ha contribuido a alimentar ese mito eliotiano que
tiene su correlato cronológico en la casi simultánea publicación de la
colección de reseñas periodísticas The Sacred Wood (1921). En ellas Eliot planteaba temas centrales de toda su reflexión
posterior que, como digo, aúna ensayo y obra creativa: la función de la crítica,
la fuerza operativa de la tradición, la construcción de un canon occidental
tras el Romanticismo y el programa de una cultura liberal, las líneas de
intersección entre religión y literatura…
Bajo su preocupación por aquellos temas me llama la atención
sus primeras escaramuzas alrededor del drama poético en ensayos como “Rhetoric and
Drama” y, sobre todo, “The Possibility of a Poetic Drama”. En éste último,
evitando entrar en si convenía más la prosa o el verso o si cabía valorar principalmente
la oposición entre entretenimiento y estructura, Eliot sostenía que “lo
esencial es poner en escena una precisa declaración de vida que es al mismo
tiempo un punto de vista, un mundo –un mundo que la mente del autor ha sujetado
a un completo proceso de simplificación”.
Es ya lugar común señalar los paralelismos entre las bases
teóricas que Eliot planteó en “Dialogue On Dramatic Poetry” (1928) y la
elaboración de su obra teatral Murder in the Cathedral (1935), que gira sobre el martirio de santo Tomás Becket
(1118-1170). Tras releerla, sigo creyendo que sobre la idea formulada tan escuetamente
antes de 1921 se apoya el universo teatral de una obra conscientemente fallida en sus propios presupuestos. En cierto sentido, es de una rotunda perfección
técnica y de una férrea coherencia dramática, pero aun así tengo la impresión
de que en ella Eliot se esfuerza por ocultar las contradicciones teológicas y
estéticas del clasicismo anglocatólico de su credo poético.
Comprendo el entusiasmo de un teólogo tan fino como Louis Bouyer por el drama de Eliot, en el que encuentra una imagen fiel del sentido
cristiano del martirio. Frente a la indiferencia estoica de los héroes de
Corneille, Becket “se entrega a la muerte sin temblar pero no sin sufrimiento,
sin frases declamatorias con que apartar lejos de sí el resto de la creación,
sino al contrario con un impulso de amor que le lleva inseparablemente hacia
sus hermanos y hacia el Padre”. Sí, reconozco en Eliot ese Becket que rechaza,
en el primer acto, la tentación más sutil del martirio como camino para
obtener, en una transubstanciación pagana, el poder, la gloria y el Reino en la
memoria de los hombres. Y también lo reconozco en el Becket crístico del
segundo acto cuando se adelanta a la muerte a favor de su rebaño. Pero, como
decía Eliot crítico, lo que importa al final no es tanto el sacrificio individual sino
“el mundo que la mente del autor ha sujetado a un completo proceso de
simplificación”.
A Eliot le preocupaba destilar como estructura
contemporánea del drama la síntesis entre el destino griego de Eurípides y el
marco histórico del teatro elisabetiano, que hundía sus raíces en la
representación de los Vicios medievales y en la dimensión litúrgica de los
autos sacramentales. Se proponía dar con la fórmula alquímica del ánimo, del
tono y de la situación dramática modernista. Pero era consciente de dos hechos.
En primer lugar, entre drama y religión se da un hiato mimético: sacrificio y
representación no coinciden exactamente. En segundo lugar, y este es su error, la liturgia sería antirrealista en la medida que sirve para reparar la escisión entre libertad
y forma.
Entre el coro esquíleo y la fantasía shakespereana, Murder in the Cathedral es una High Mass anglicana: la representación
de un misterio cuyas claves, sagradas, se han perdido estéticamente. La ruptura
de la ilusión escénica por los cuatro caballeros al final de la obra para
convencer al público de la dudosa legitimidad de su crimen, por más irónicas
que puedan ser algunas de sus intervenciones, es definitivamente protestante.
Donde el ausente rey Enrique encarna un Creso apolíneo –el Estado que domina la
Iglesia− Becket opone los derechos ambiguos de una Antígona medieval.
El Te Deum final, letánico, es una muestra de solemne impotencia con que Eliot desea revestir melancólicamente la pertinencia de una tradición evaporada. Así se entiende que el personaje de Tomás Becket intente consolar al coro. Al cumplirse el propósito de Dios, de todos aquellos sucesos quedará tan sólo un sueño que, al relatarse, cambiará: “Parecerán irreales. / La especie humana no puede soportar mucha realidad”. Si se fuera coherente, tras acabar la obra, un anglicano debería convertirse, apesadumbrado, al catolicismo romano.
El Te Deum final, letánico, es una muestra de solemne impotencia con que Eliot desea revestir melancólicamente la pertinencia de una tradición evaporada. Así se entiende que el personaje de Tomás Becket intente consolar al coro. Al cumplirse el propósito de Dios, de todos aquellos sucesos quedará tan sólo un sueño que, al relatarse, cambiará: “Parecerán irreales. / La especie humana no puede soportar mucha realidad”. Si se fuera coherente, tras acabar la obra, un anglicano debería convertirse, apesadumbrado, al catolicismo romano.
“Doy mi vida
por la Ley de Dios sobre la Ley del Hombre.
¡Desatrancad la puerta! ¡Desatrancadla!
No triunfamos luchando, con estratagemas, o resistiéndonos,
ni luchamos contra las bestias como contra los hombres. Contra la bestia nos hemos enfrentado
y hemos vencido. Debemos sólo vencer
ahora, sufriendo. Ésta es la victoria más fácil.
Ahora es el triunfo de la Cruz, ahora
¡abrid la puerta! Lo ordeno. ¡Abrid la puerta!”.
Entre ambas leyes, Becket, y More, eligieron, en cambio, el Espíritu.
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