martes, 5 de agosto de 2014

De saldo, monje.






Una y otra vez me califico de monje güelfo. ¿Significa algo esa referencia? ¿No es una mera fantasía reaccionaria? ¿Deseo habitar un pasado que no ha existido sino como la máscara retórica que justifica la existencia de este blog? ¿Como una vivencia humanista, en el mejor que es el peor de los casos? Me hago estas preguntas tras haber leído un libro tan provocador como ambivalente.

El saldo del espíritu, de Antonio Valdecantos, es un recorrido desolador y estimulante por el paisaje de la enseñanza universitaria española tras la batalla del plan de Bolonia. Entre el apocalíptico Jordi Llovet, que anunciaba el fin de las humanidades, y el panfletario antimelancólico Jordi Gracia, el catedrático de filosofía de la Universidad Carlos III ensaya una reflexión antihumanista que cabrá precisar.

Desde las primeras páginas Valdecantos recuerda que la Universidad es un producto medieval, estamental y, siempre, anacrónico, pero cuya pervivencia a través de la modernidad ha asegurado que ésta no se haya despeñado por el paradójico abismo del oscurantismo bajomedieval: “Si la universidad hubiera sido moderna, quizás no habría habido nunca modernidad”. Comparto su temor, que expone en el capítulo "Universidad, tecnocracia y mercado" de que la imposición definitiva del modelo bolonio se convierta en el sistema perfecto de aniquilación de cualquier residuo crítico que se oponga al triunfo psicopedagógico de la actual fase del capitalismo. Las nuevas hornadas universitarias están siendo sometidas a una nueva servidumbre de la gleba bajo las directrices laborales de movilidad y de adaptación.

Como puede adivinarse, la de Valdecantos es una interpretación en clave francfurtiana. Más que una dialéctica ilustrada, atraviesa las diversas partes de su ensayo una crítica posmarxista que tiene como referente a Walter Benjamin, sin ocultar sus aspectos inmanentemente escatológicos. El capítulo titulado “La ideología humanística” es una certera y destructiva recusación de las almibaradas apologías de las humanidades a las que no somos inmunes quienes nos negamos a renunciar que entre las bestias y los dioses la imagen de los hombres puedan seguir construyéndose en su fricción.

Para Valdecantos la ilusión humanista consiste en humanizar a dioses y bestias. Como monje, lejos por tanto de las escuelas catedralicias y de las universidades, pero con afán gramático y retórico, observo secamente que las humanidades han llegado a bestializar a los dioses y a divinizar lo bestial. Por ello, concuerdo con Valdecantos en que “«Humanidades» es, más bien, el nombre de un conjunto de impostaciones de voz, gesticulaciones y suspiros que en ocasiones rituales señaladas se llevan a cabo para hacer ostentación de cierta clase de refinamiento que une a la exquisitez intelectual los sentimientos delicados”. En efecto, el único modo de tratar honradamente la función social de estas humanidades “debería ser la burla y la cólera”.

Me parece muy acertado que el hilo argumental sobre el que se sostiene esta debelación de las humanidades sea, como indica el subtítulo de su libro, la crítica del capitalismo de los valores, una fase más avanzada de lo que podría hacer suponer su retruécano. El capítulo “El imperio de los valores” describe con precisión esa dualidad que caracterizaría el capitalismo emergente de la actual crisis económica: un capitalismo lúdico y disciplinario, uno en tanto que otro a efectos de amortiguar la implacable dureza de sus respectivas consecuencias.

En el último capítulo, donde recoge las ideas de todo el libro en “Diez cartas sobre valores, cultura y capitalismo”, Valdecantos tiene además la recomendable mala leche de repasar la Misión de la Universidad (1930) de Ortega para recordar a nuestro alto patriciado docente que cualquier tiempo pasado fue incluso más perverso. Otra cuestión es la opinión que pueda parecer el uso literario que Valdecantos hace de la convención epistolar, horrendo en mi opinión.

Tengo mis dudas sobre que el panorama que el Valdecantos expone no sea susceptible de empeorar. Por ejemplo, no cabe descartar que llegue el momento en que el catedrático de filosofía cobre al menos un tercio menos que un catedrático de neurocirugía en su sueldo base. A fin de cuentas, uno salva vidas y el otro, en sentido radicalmente socrático, las echa a perder. Los valores de la eficiencia y de la solidaridad pueden justificar cualquier acción en nuevos sistemas de "gobernanza" cuyo desarrollo la propia crisis económica ha congelado momentáneamente. 

Puede decirse que esa posibilidad está contenida en el pavoroso, por su rigor mimético, sistema de ficciones que regiría la relación entre la filosofía, el intelectual y el público, con cuya desenfadada taxonomía Valdecantos inicia su libro. Su descripción del filósofo integrado metido a intelectual episódico me ha sobrecogido porque, sin equivocarse, el arte imita la vida:

"La estratagema del filósofo integrado metido a intelectual episódico consiste en hacer creer que, cuando no se dedica a la opinión, se entrega a la pura y dura filosofía y que de ella extrae la sabiduría que después muestra en los medios. Seguramente el público ha de creer semejante engaño para tener aprecio por el filósofo mediático, pero éste sonreirá de manera malévola cuando imagine a sus oyentes o lectores bajo los efectos de tal suposición. Lo que él cree es otra cosa, no menos errónea aunque tal vez más peligrosa: que a la filosofía pura y dura que no cultiva (y que en el mejor de los casos cultivó en épocas juveniles, antes de adquirir fama mediática) la sustituye con ventaja el vivo e inquieto filosofar que practica cada vez que opina sobre si la imagen del presidente o la del papa resulta o no atractiva para la juventud. Es frecuente que el opinador se convenza firmemente de ello y que, aun respetando las otras tareas filosóficas como académicamente necesarias, las considere una ocupación auxiliar y subalterna: la de quienes trabajan para él produciendo argumentos farragosos que él podrá resumir de forma adecuada y traducir al lenguaje de la calle. Una consecuencia de todo lo anterior será quizás que, allí donde quede algún foco de resistencia (de filosofía académica numantina o de gentes que ejerzan de manera extraprofesional una filosofía áspera y exigente), quienes estén implicados en ellos no tendrán de ordinario el menor interés en el uso público de la razón tal como este ha quedado reglamentado. Y, de darse el caso de alguien que, aun dedicándose a formas no banales de filosofía, tenga vocación de intervención pública, será muy difícil que los medios de comunicación estén interesados en servir de tribuna a tan poco aprovechable antigualla".

Jamás pregunto a un alumno si un poema le suscita una emoción -una vivencia-, sino si entiende qué dice. Monje güelfo, me repito la definición de san Juan Damasceno sobre la oración: ascenso de la mente a Dios. Otra humanidad.


2 comentarios:

  1. ”Mis palabras vuelan a lo alto, mis pensamientos se quedan abajo: las palabras sin pensamientos nunca van al cielo” (Hamlet).

    Saludo internaúticos, A.

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  2. "¿Qué es un hombre si funda su mayor felicidad y emplea todo su tiempo sólo en dormir y alimentarse?" (Hamlet).

    Gracias por las palabras hamletianas, que son siempre un consuelo. Saludos también internáuticos.

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