martes, 7 de enero de 2014

Gramática y Escatología.




Abadía de Lerins


¿No es paradójico que un güelfo como Cavalcanti profese de continuo simpatías monásticas? ¿No es acaso el claustro, feudal y campesino, septentrional, lo contrario de la pujanza económica y social de las ciudades meridionales? Las libertades culturales que protegen esas murallas ciudadanas, ¿no han sido baluarte contra las desigualdades económicas y sociales que siempre amenazan su cohesión? Aun siendo casi cierto, Cavalcanti insiste en querer ser un monje del arcén digital.

Acabo de releer un libro maravilloso: El amor a las letras y el deseo de Dios (2ª ed., 1963), del monje benedictino Jean Leclercq (1911-1993). Mi amigo germanófilo lo incluye en el género de las “cartografías espirituales”, pues traza un panorama general de la literatura monástica entre los siglos VIII y XIII. En sus páginas Leclercq analiza tanto las aportaciones literarias como el significado espiritual del monaquismo occidental, con una claridad de estilo, de estructura y de interpretación que ha convertido esta obra en mucho más que un clásico.

Siguiendo su itinerario, se debe reconocer, aun a regañadientes por sus adversarios, que conceptos como humanismo y renacimiento jamás se habrían acuñado en Europa si no hubieran sido previamente fundidos en el yunque de la oración y de la liturgia en los monasterios.

El Renacimiento carolingio, el renacimiento del siglo XII y hasta el Renacimiento por antonomasia, el del siglo XVI, sólo adquieren su pleno significado a la luz de la actividad de los monjes, lanzados en cuerpo y alma no a la búsqueda y a la disputa de verdades, como los escolásticos, ni tampoco al goce de sus bellezas, sino a la contemplación de Dios que traspasa, y sobrepasa, las unas y las otras.

El humanismo monástico, que en un arrebato Leclercq llama “humanismo escatológico”, no puede ser considerado la antesala de la escolástica y, mucho menos, un estadio reactivo del humanismo secular. Erasmo, canónigo regular, no descubrió el Mediterráneo de la piedad interior tan sólo en la devotio moderna, sino que debió formársele en los labios y en el corazón, ¿a su pesar?, con el recitado divino del oficio litúrgico, en la lectio continua de la Sagrada Escritura.

Leclercq insiste en un punto crucial: existe una única teología cristiana, con diferencias –maravillosas- de matices: la escolástica, especulativa; literaria, la monástica. Esta última, escondida, olvidada, ha regado y ha sostenido el deseo humano de una inteligencia vuelta no sólo hacia las abstracciones sino a la experiencia directa, carnal, de la economía de la salvación.

Aunque probar la existencia de Dios haya sido una cuestión decisiva de la ontología, en general los hombres y las mujeres occidentales, aparte de las selectas clases de iluministas y deístas, no han solido adorar cualquier versión del actus essendi sino al Dios hecho hombre en la historia, que enseñó con parábolas y que rezó en la tradición del Libro del pueblo de Israel.

En su monumental Gloria: una estética teológica, a Hans Urs von Balthasar, de tanto rastrear entre filósofos y poetas, se le olvidó esta tradición monástica. San Bernardo seguramente le parecería un esteta sin el rigor intelectual que exige la Academia. Resulta aterrador cómo von Balthasar sepulta a paladas la obra de los Victorinos, de la Escuela de Chartres…, despachada como una mera transición al edificio tomista que representa el mundo urbano de las Universidades.

Como un tópico, no suele tenerse ya suficientemente en cuenta que en aquellos monasterios se había conservado, con todas sus limitaciones, durante cinco siglos la cultura de Occidente: la literatura latina y las enseñanzas de los Padres de Oriente y de Occidente. Como una impostura, se impone el relato científico de la dialéctica y de la lógica. Los monjes, en cambio, siguieron guardando en su corazón y en sus labios la gramática y la retórica.

Anhelo la sancta simplicitas que explica Leclercq, que es el arte más difícil de vivir. En ella se puede releer la fragmentada unidad de nuestra intimidad. Por ella advertimos cómo sólo la escatología del Bien es capaz de tensar la gramática del ser. Tras ella la belleza y la verdad se abrazan y se persiguen en puntos de fuga hacia la santidad inaccesible de Dios que, empero, se manifiesta en las letras de un deseo insaciable. En su lectura atenta, humilde, se vislumbra el Logos eterno.

Enfurecido con la Escolástica, que desemboca en el voluntarismo escotista, el protestante Nietzsche maldecía el lenguaje como garante de la continuidad del ser: “Mucho me temo que no conseguiremos librarnos de Dios mientras sigamos creyendo en la gramática…”. Los monjes, librándose de la gramática, siguen creyendo en Dios, bendiciendo en cada una de sus trampas la posibilidad de dar el salto hasta el Creador.

“La fe y la literatura, lejos de saciar al cristiano, estimulan su sed de Dios, su deseo escatológico. La función de la gramática consiste en crear en él una exigencia de belleza integral; la de la escatología, indicar la dirección en que hay que mirar para que quede satisfecha. Es un libro que el dedo de Dios escribe en el corazón de cada monje; ningún otro lo suplirá. Unir a una cultura pacientemente adquirida una simplicidad conquistada a fuerza de fervoroso amor, conservar un alma simplificada entre los variados recursos de la vida intelectual, y para ello situarse y mantenerse al nivel de la conciencia, elevar hasta ella la ciencia y no dejarla decaer, he ahí lo que hace el monje culto; es un sabio, un letrado, pero no es un hombre de ciencia, un hombre de letras, un intelectual, sino un espiritual”.

Lejos de tal ideal, aunque por güelfo, aspiro a ese silencio de acordes celestes. La ficción de mis críticas expresa la sinceridad de mi deseo. ¿Por qué, si no, me consuela saber que “la retórica se ha convertido en parte de sí mismos, y pueden, sin desdoblarse, manteniéndose plena y únicamente monjes, hacer de ella la expresión de su sinceridad”?


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