martes, 31 de diciembre de 2013

Bernardo de Claraval, padre de Dante.



San Bernardo de Claraval,
Fra Angelico (1440)

Tuve una profesora de filosofía, acérrimamente heideggeriana y antitomista, que se lamentaba seriamente de que yo no hubiese nacido en el siglo XII para poder ser secretario de san Bernardo de Claraval (1090-1153). Excepto un amigo íntimo, completamente ateo, todos mis compañeros tomaron su ocurrencia como una boutade. Todavía no sabía que un hermano de Bernardo comparte el nombre de pila de Cavalcanti. Casado y con dos hijas, le costó seguir su llamada. A veces me pregunto si mi mujer y yo no hemos fundado también, a nuestra manera, un monasterio. Guido, c’est moi.

De aquellos tiempos universitarios me quedan ciertas reticencias antineoescolásticas. Si santo Tomás de Aquino no hubiese sido un místico de la inteligencia, que cierto catolicismo siga justificando a piñón fijo la philosophia perennis daría la razón a la exégesis liberal al clamar contra su ontologización del mensaje cristiano. Benedicto XVI, teólogo consciente del poder ordenador del Logos, más agustiniano que tomista, se ha remontado a las palabras de san Bernardo para asegurar que “también nosotros debemos reconocer que el hombre busca mejor y encuentra más fácilmente a Dios «con la oración que con la discusión»". Por experiencia se aprende que la razón sin la contemplación suele acabar, paradójicamente, en callejones posmodernos.

Quisiera creer que la Divina Comedia, tan armónica, tan algebraica, descubre la plenitud en esas humildes y portentosas verdades claravalenses. En el cuarto cielo o cielo del sol Dante situaba a los sabios, filósofos y teólogos, como santo Tomás. En el Empíreo residen María, los ángeles y los bienaventurados como san Bernardo.

Virgilio y Estacio, la antigüedad clásica, guiaron a Dante a través del Infierno y del Purgatorio, hasta que sola Beatriz, amor gozoso de la luz, lo conduce hasta el Paraíso. Allí, feliz y hermosa, debe retirarse en lo más alto para que el padre Bernardo, en la trinidad apoteósica de los cantos finales, pueda introducir al Poeta en la comunión contemplativa de Dios. Si santo Tomás había resuelto problemas epistemológicos que inquietaban el alma de Dante, san Bernardo, sonriendo, le indica con una sola mirada dónde alcanzar ¡por fin! la ciencia del amor.

Étienne Gilson, que dedicó páginas luminosas al tomismo de Dante, descartaba la influencia directa de la obra del abad de Claraval sobre la literatura medieval. Que el autor de la Divina Comedia se acogiese a su compañía en el éxtasis final de su viaje no sería entonces más que un homenaje a uno de los grandes maestros de la vía mística. Conociendo al toscano, sin embargo me resisto a creer que la figura del autor de De consideratione funcionase sólo como un símbolo con que alegorizar la contemplación del misterio de la Trinidad y de la Encarnación.

Con santa malicia, Dom Leclercq consideraba a Dante “víctima de la «leyenda mariana», a la que le da un nuevo impulso” poniendo en boca de Bernardo “una de las más bellas plegarias que se han escrito a Santa María”. Pero, como observaba también, Dante había descubierto en el abad un maestro bajo cuya autoridad oponerse a los excesos dialécticos de la escolástica.

¿Será descabellado pensar que Bernardo pudiera ser para Dante la imagen de un maestro en el arte de la escritura y en el de la política? En uno y otro campo, el cisterciense sobresalió y fracasó con una grandeza que el exiliado florentino debió de admirar devotamente.

Mirado con frialdad, Bernardo es un santo que asusta. Antes que teólogo fue poeta. Dominó los recursos expresivos de la lengua literaria y los amplió y matizó con un exceso de sobriedad cordial que ejemplifica los límites de la libertad entre la creación y la retórica. Como político, su capacidad de seducción fue tan poderosa como su torrencial habilidad para equivocarse, siempre con una integridad inquietante. Así, a propósito de su papel en la predicación de la segunda Cruzada, es legítimo también preguntarse como Thomas Merton “si Bernardo no era más él mismo en Vézelay que en Claraval”.

Marrullero con Abelardo, profético ante Eugenio III, S. Bernardo resplandece ciertamente como el último Padre de la Iglesia, inspirando Oriente, espirando Occidente. Sus Sermones sobre el Cantar de los Cantares deberían ser lectura obligada antes de emprender cualquier reflexión cristológica. Su respiración es tan intensa, tan gótica, que Dante hubo de homenajearlo con la perfección técnica de un genio parejo: los tercetos exactos de una oración. El abismo del Ser resuena en sus rimas, consustancialmente humanas y divinas.

Vergine madre, figlia del tuo figlio,
umile e alta piú che creatura,
termine fisso d’etterno consiglio,
tu se’ colei che l’umana natura
nobilitasti sí, che’l suo fattore
non disdegnó di farsi sua fattura.
Nel ventro tuo si raccese l’amore,
per lo cui caldo ne l’etterna pace
cosí è germinato questo fiore”. 

Hijo también de su hijo, Bernardo formó en Dante, por amor de su obra, la eterna rosa de su hábito blanco. La paz del Paraíso ilumina su diálogo.


martes, 24 de diciembre de 2013

La risa de Dickens.




Applicants for Admission to a Casual Ward,
Luke Fildes (1874)


Pocos relatos hay tan universalmente reconocidos como A Christmas Carol (1843) de Charles Dickens (1812-1870). No recuerdo Navidad en que cualquier televisión desaproveche la oportunidad de reponer alguna de sus sucesivas adaptaciones cinematográficas. En mi memoria, por ejemplo, conservo retazos de la versión animada de Richard Williams (1971) sobre la fabulosa historia de Mr. Scrooge, arquetipo de la avaricia, que, con treinta años recién cumplidos, Dickens había publicado en la Inglaterra dichosa y despiadada de la joven Reina Victoria.

Acabo de releer esta Canción de Navidad, un auténtico Villancico navideño. No me cabe duda de que gran parte de su atracción tan poderosa radica en que es un reto insuperable trasladar su hechizo a una pantalla. Cada palabra suya vale más que mil imágenes que la ilustren. Su desbordante alegría es, ante todo, una celebración verbal. Una fiesta de la Palabra.

Dickens no oculta la dureza de las condiciones de vida de su época, no las enmascara bajo unos aparentes, y falsos, buenos sentimientos. Nada más real y sincero que el odioso Scrooge, que se lamenta de la sobrepoblación, que se jacta de sostener asilos y presidios con sus impuestos y que se queja de que su empleado le roba un día de sueldo con sus absurdas fiestas. Nada más embellecido que el festín de los Cratchit con un miserable pollo y un bebedizo caliente haciendo las veces de ponche. Nada más fantasioso que tres espíritus de las Navidades logrando la conversión del repugnante protagonista.

Y, sin embargo, Dickens obra el milagro de transfigurar la realidad.

Resulta fascinante la prodigiosa transición entre la representación realista y el mundo fantástico que provoca no sólo la intersección de un espacio gótico (la casona de Scrooge y su socio Marley) con el espacio real del Londres decimonónico, sino, sobre todo, el corte longitudinal que, sobre el tiempo real (una noche de Navidad), introduce el tiempo “folclórico” de la risa menipea. Una única noche son tres noches para Scrooge: una Pascua florida que le obliga a una experiencia de muerte y resurrección.

En el fondo, la noche donde confluyen tiempo real y tiempo mítico ocurre durante la visita del espíritu de la Navidad futura. Mientras los espíritus de la Navidad pasada y de la presente se aparecen a Scrooge a la una de la madrugada, el último espíritu inicia su andadura en la hora mágica del Gallo. Scrooge está ya muerto en vida y sólo tiene ante sí la horrible necesidad de ver su destino cumplido. Ese tugurio expresionista, por hiperrealista, donde las mujeres malvenden, entre risotadas, lo que han logrado robar de la casa del muerto, sirve de espejo final a la implacable codicia de los caballeros de la City que se burlan del fallecimiento de Scrooge.

La “conversión” de Scroodge se produce en tanto que es capaz de reconocerse herido y tullido como Tiny Tim y como todos aquellos seres humillados y desgraciados que el espíritu de la Navidad presente le muestra como un ejemplo de que el deseo de renovación humana, de justicia y de fraternidad, por más ilusoria que parezca, fundamenta la dignidad y la grandeza de la existencia humana. Si la avaricia de Scroodge recubre como una llaga su corazón roto, por la muerte de su hermana y también por la frustración amorosa de su prometida, las muletas de Tiny Tim adquieren simbólicamente un valor redentor capaz de sanar la amargura de Scrooge, dispuesto ya a asumir la risa expansiva, transformadora, perpetua, de su sobrino.

La compasión de Dickens llega hasta el lector. Su narrador nos recuerda que Scrooge puede ser cada uno de nosotros y que su misión es llamar nuestra atención como si fuera, irónicamente, nuestro espíritu de la Navidad: “Scrooge, sobresaltado, se incorporó a medias y se encontró cara a cara con el visitante inmaterial que las había descorrido, tan cerca de él como yo lo estoy de ti, lector (pues me hallo, espiritualmente, a tu lado)”. La risa final de Scrooge nos transmite  una sabiduría por medio de la que la fantasía nos abre las puertas de la verdadera realidad: la del gozo de existir incluso en medio de nuestras miserias y ante la incomprensión de no pocos conocidos:

Algunas personas se rieron al ver su transformación; pero él las dejaba reír, pues era lo suficientemente sabio para comprender que, en este mundo, nada había sucedido, por bueno que fuese, que no hubiera hecho reír al principio a algunas gentes; y sabiendo que tales gentes siempre estarían ciegas, era preferible que anduvieran guiñando los ojos con muecas, a que mostraran sus dolencias de forma menos atractiva. Su propio corazón reía; y eso le bastaba.
No volvió a tener tratos con espíritus, pero vivió durante mucho tiempo según el principio de la más absoluta sobriedad; y siempre se dijo de él que sabía celebrar la Navidad como nadie, si es que algún ser vivo poseyó alguna vez esa sabiduría. ¡Ojalá pueda decirse lo mismo de nosotros, de todos nosotros! Y así, como dijo Tiny Tim, ¡que Dios nos bendiga a todos!”.


La risa es la sobriedad de la sabiduría. Y yo les deseo a mis lectores sus benéficos efectos, en la cena navideña de esta noche y también, si Dios quiere, de las que vendrán.


martes, 17 de diciembre de 2013

A Sangre sabia.




American Gothic,
Grant Wood (1930)


En su excelente blog monográfico sobre Flannery O’Connor (1925-1964), Ángel Ruiz recomienda a los lectores en español iniciarse con los relatos de la escritora norteamericana antes de pasar a sus dos espléndidas novelas, Sangre sabia (1952) y Los violentos lo arrebatan (1962). Sabiendo que es ley de vida que a los buenos maestros se les escucha para hacer justo lo contrario, me he lanzado, sin red, sobre la primera novela de O’Connor que publicó con apenas veintisiete años. Lo que sigue son unas breves notas de lector primerizo, fascinado, que seguramente se equivoca en casi todo y que si en algo acierta no pasará, sin duda, de ser un lugar común.

Mucho se ha discutido sobre el tema de la gracia, la penitencia, la redención o la santidad de Hazel Motes, el protagonista de Sangre sabia (pinchar aquí para un resumen de la novela). Es sabido que el profundo catolicismo de O’Connor no incurre en el error literario de la apologética, que, en literatura, suele convertirse en un subgénero de la novela de tesis. La complejidad de matices de la obra de O’Connor, caracterizada por un humor que se ha calificado de sarcástico, hasta de brutal y que, aparentemente tan realista, es también agudamente lírico, no ofrece en sentido estricto una novela sobre el pecado y la redención del fundador de la Iglesia sin Cristo.

Me da la impresión de que el mensaje religioso de la novela está asociado, de una manera secreta, pero no por ello menos visible, a su propia forma. En este sentido me parece extraordinariamente luminosa la nota de la autora a la segunda edición (1962), donde anota claves tan precisas como que el entusiasmo con que escribió el libro y con que éste debería ser leído tiene que ver con que “es una novela cómica que trata de un cristiano a su pesar, y, como tal, muy seria, pues todas las novelas cómicas que tienen algún valor deben tratar de asuntos de vida o muerte”. Para O’Connor, no es el esfuerzo denodado de Hazel Motes por deshacerse de la figura harapienta de Jesús la que le confiere su integridad sino que ésta “radica en su incapacidad para conseguirlo”. He aquí la tríada que describe a mi juicio el proceso creador y la fuerza que modela el sentido final de la novela: entusiasmo, comedia e impotencia.

Me vienen ahora a la mente, para intentar explicarme esta intuición, los nombres de dos canadienses contemporáneos de O’Connor: el crítico Northrop Frye (1912-1991) y el pianista Glenn Gould (1932-1982). De acuerdo con la clasificación que Frye establece en su famosa Anatomía de la crítica (1957) y atendiendo a la intención de la autora, no cabría duda de que Sangre sabia habría de incluirse dentro de los modos ficcionales cómicos en su fase irónica. En ésta, el límite inferior en la vida real es la condición del salvajismo. “La comedia irónica –dice Frye− nos lleva a la figura del rito del chivo expiatorio y del sueño de pesadilla que concentra nuestros miedos y odios”.

Sangre sabia comienza con un sueño de Motes en que se siente enterrado en vida dentro de la litera del tren en que viaja como manera de introducir el flash-back de su vida anterior. Asesinando al final a Solace Layfield, que se ha convertido en su alter ego en la predicación de la Iglesia de Cristo sin Cristo por obra de su rival Hoover Shoats, Motes no se libera del pharmakos, sino que se ve enfrentado –en toda su ingenuidad alucinada− con su propia condición de chivo expiatorio.

Si el tema de lo cómico “es la integración de la sociedad, que suele adoptar la forma de incorporar en ella a un personaje central”, nuestra novela adopta, como digo, el principio estructural de la ironía cómica, que es básicamente realista, configurada sobre sus personajes típicos, enfatizando sobre todo a los obstructores. Mientras Motes desempeña el papel del eiron  o denigrador de sí mismo, Asia Hawks caracteriza al alazon o impostor, secundado por su hija Sabbath. La dialéctica entre los tres polariza la acción cómica. Hoover Shoats, por su parte, encarna la figura del agroikos o palurdo, el denegador del festejo, el que impide, usurpándole la idea, el desarrollo de la predicación de Motes. 

Enoch Emery oscila entre el bomolochos o bufón y otro tipo de eiron, razón por la que su personalidad es tan sugerente como ambigua, siempre a punto de igualar al héroe principal. Su intuición de la sangre sabia, de que algo está a punto de ocurrir y de que tendrá un efecto epifánico, alcanza y enriquece el alcance semántico del personaje de Motes. A fin de escindir la aparente convergencia de ambos personajes, al final Emery se “animaliza” identificándose con el disfraz de gorila, al tiempo que Motes –“¡Yo no quiero nada más que la verdad!”- se “desintegra” asumiendo la figura del asceta. De esta manera, la novela en su conjunto muestra una sociedad cómica en su fase de colapso.

Me interesa todavía una distinción más de Frye: su distinción entre novela y romance en prosa. El novelista modela una personalidad, una máscara, sobre el fondo de una sociedad estable. El autor de romances “se ocupa de la individualidad, con personajes in vacuo, idealizados por el ensueño, y, por más conservador que sea, algo nihilista e indomable tiende a irrumpir fuera de sus páginas”. La imaginación de O’Connor alcanza así un paradójico clímax anagógico: su novela no comenta la vida, sino que ensaya su articulación como un universo que contiene la vida en un sistema de relaciones verbales. Es una tentativa de rozar el Logos en que lo posible y lo real, como dice Frye, se encuentran siempre en una especie de tensión hasta que se encuentren en el infinito.

Motes se ciega con cal, en un acto de renuncia que refleja la cobardía de Hawks. Inicia así un proceso de “conversión”, de dianoia, que ahonda en las raíces de una impotencia que, como dice la autora, modela su dignidad mediante la incapacidad para deshacerse de Jesús. Retomando la distinción aristotélica entre acto y potencia, el filósofo Giorgio Agamben escribía en La comunidad que viene que "si a todo pianista pertenece necesariamente la potencia de tocar y la de no tocar su piano, Glenn Gould es, por tanto, sólo aquel que puede no no-hacerlo sonar y, dirigiendo su potencia no sólo al acto, sino también a su impotencia misma, hace sonar el piano, por decirlo así, con su potencia de no hacerlo sonar". En la "santidad" de Motes me parece central su impotencia para evitar que Mrs. Flood, codiciosa, envidiosa y ruin, acabe abriéndose, por amor, a su alteridad trascendida:


"Nunca había visto su cara más serena, le aferró la mano y se la llevó al corazón. Era lánguida y seca. El perfil del cráneo destacaba bajo la piel y las cuencas de los ojos, profundas y quemadas, parecían conducir hacia un túnel oscuro donde él había desaparecido. Ella se fue acercando más y más a su cara, miró en lo más hondo de aquellas cuencas pero no consiguió ver nada. Cerró los ojos y vio el puntito de luz, pero estaba tan lejos que no alcanzó a fijarlo en la mente. Tuvo la sensación de que le impedían el paso a la entrada de algo. Siguió sentada, con los ojos cerrados, mirándolo con fijeza a los ojos y sintió como si por fin hubiese llegado el comienzo de algo que era incapaz de comenzar y vio que él se alejaba, internándose cada vez más en la oscuridad hasta ser el puntito de luz".


¿Por qué será que ese "puntito de luz" me trae a la memoria desmayada aquellos versos finales de la Comedia de Dante en que "mi vista, convirtiéndose en sincera, / más y más se adentraba por el rayo / de la que es sola lumbre verdadera"?



martes, 10 de diciembre de 2013

Hace 900 años.





Durante mucho tiempo me empeñé en ser poema, aunque nunca lo logré ni de lejos. Hubo una etapa, corta, en que hasta me atreví con lo que más temo, que son la ristra de versos. Traigo hoy aquí uno de aquellos poemas, no porque valga, sino porque admiro la santidad de su protagonista, tanto como sus escritos y (casi) como la música suya que tanta paz me ha concedido, tan epifánica. Todo en ese poema es prehistoria cavalcantesca, llena de errores y anacronismos, de la que conservo sólo, quiero creerlo, igual sentimiento maravillado. Es lo único que puedo pedir cuando me miro al espejo: más viejo, tal vez no más sabio, pero manteniendo la sonrisa que atraviesa en silencio el tiempo de la vida y del arte anhelados.



Hace 900 años


                                                 Apenas te conozco. Sé tu nombre.
                                                 Decir la maravilla de tu música
                                                 a quien la ha oído no basta.
                                                 Visionaria, mujer entre hombres,
                                                 profeta, taumaturga, consejera.
                                                 Que no te quemasen no es un milagro
                                                 sino el raro azar que los argumentos
                                                 de Dios infunden en los corazones
                                                 de sus siervos. Comprueba los ojos perplejos
                                                 del monje en la miniatura
                                                 y verás tus palabras acertar
                                                 ese estrecho margen de celda
                                                 que inunda de fuego tu estilo.

                                                 Has vencido la resistencia
                                                 de un camino que te fue impuesto.
                                                 Arrebatada desde los tres años
                                                 por incendios interiores
                                                 trastornas el sentido de lo dicho.
                                                 Tu biógrafo indica que bien
                                                 se te podrían aplicar los versos
                                                 de Salomón: Mi amado metió mano
                                                 por la hendedura; y se estremecieron
                                                 por él mis entrañas. Los analistas
                                                 podrán interpretar tu ardor
                                                 y desbloquear la tortura de tu mente.
                                                 No podían quemarte. Tu escritura
                                                 está tejida de sueños que fugan
                                                 la persistencia de los símbolos.

                                                 La madera del monasterio
                                                 arde en los cinco tonos que resuenan
                                                 en mi interior. Eres ya un bosque a salvo
                                                 de la tierra y el cielo. En un instante
                                                 viniste. Cruzaste el aliento
                                                 de los espejos. A los que sabían
                                                 dejaste los casos, los géneros, el arte.
                                                 Te enrocaste en la entraña del templo encarnado.
                                                 No puedo imaginar una vida redimida
                                                 en el silencio ciego de la noche.
                                                 No se perdona tu pureza
                                                 evadida de las líneas del tiempo.

                                                 Sin dialéctica en tus brazos,
                                                 el hacer desnudo de la mandorla
                                                 desborda los cauces del río.
                                                 El sonido espesa el aire.
                                                 La sombra quebrantada de mi mente
                                                 no se orienta en los ecos de su voz.
                                                 Contemplo el cristal del libro.
                                                 Acaricio su tapa. Imagino un misterio.
                                                 En esta pira se congelan
                                                 las palabras de una niñez posible.
                                                 Tu nombre: Hildegard von Bingen.


martes, 3 de diciembre de 2013

William Byrd, recusante.




El Concierto (1510), de Tiziano


Entre los güelfos peninsulares no pocos de los mejores proclaman una anglofilia que se mueve normalmente de Thomas More a G. K. Chesterton. Entre ambos emerge la magnífica figura, estilizada y gótica, del Cardenal Newman. En cambio, apenas se presta atención a aquellos católicos ingleses que, a caballo de los siglos XVI y XVII, recibieron el nombre de recusantes por mantener, fieles a la liturgia católica, la obediencia de Roma.

Enrique García-Máiquez, anglófilo mayor, reseñaba elogiosamente hace unos años un estudio sobre aquel periodo. Hace poco citaba incluso un eco, no casual, de Robert Southwell (1561-1595), poeta y mártir, en la obra Thomas More de Shakespeare. Según parece, los vínculos familiares entre ambos apuntalarían la tesis de que el Bardo hubiese sido católico. Pese a tan gloriosa consanguineidad, el autor de The Burning Babe, un extraordinario y singular poema navideño elogiado por Ben Jonson, algunos de cuyos versos parecen haber dejado impronta también en Macbeth, sigue siendo un desconocido en nuestra lengua.

T. S. Eliot pasó de puntillas, no sin (toda la) razón, sobre la significación de la obra del jesuita inglés. En su famoso ensayo “Religión y Literatura” Eliot –¿patronising?− definía como un tipo de poesía menor la que denominaba «religiosa» o «devocional», en la que incluía al católico Southwell, junto con los anglicanos Vaughan y Herbert. Juzgaba que su obra era “producto de una particular lucidez religiosa que puede existir con independencia de la lucidez general que se espera de un poeta mayor”. Eliot no conocía, claro está, el Segundo Cancionero Espiritual (1558) de Jorge de Montemayor, ni tampoco las Rimas sacras (1614) de Lope de Vega.

El eje de la argumentación de Eliot sigue siendo empero pertinente. Al poeta anglocatólico, que evitaba enjuiciar la poesía “menor” de Hopkins, le admiraban los escritos de Chesterton, aunque no aceptaba que se pudiesen emplear “con seriedad” en la defensa contemporánea de las relaciones entre la religión y la literatura. ¿Cuestionaban Chesterton y Hopkins los matices del credo estético y político del autor de Murder in the Cathedral (1935)? En un mundo no cristiano, como el actual, lo que Eliot deseaba era “una literatura que sea inconscientemente, más que deliberada o desafiantemente, cristiana”. Y encontraba grandes dificultades para encontrarla. Quizás porque precisamente sea –y cierro el círculo− un mundo que ha abjurado del cristianismo y que cada vez lo reprime menos inconscientemente (quizás Flannery O'Connor, invirtiendo el punto de vista, desmienta sutilmente a Eliot).

Pensando, pues, en estas paradojas me ha venido a la memoria el nombre de William Byrd (1540 o 1543-1624). Un capellán inglés me enseñó a amar su música. Converso como Newman, celebraba con especial recogimiento la memoria de los mártires ingleses y galeses el 1 de diciembre. Tras oír Misa, en mi pequeña habitación de estudiante, yo solía escuchar, en recuerdo de Byrd, su Misa para Cuatro Voces, que culminaba en la dolorida petición "dona nobis pacem" del Agnus Dei.

Byrd no sólo había compartido con Southwell y otros prominentes católicos ingleses los duros avatares de los recusantes, expuestos a multas y persecuciones sin fin, cuando no a torturas y muerte ignominiosa. El jesuita habría desempeñado también un papel decisivo en su decisión de emprender una vida semirretirada para entregarse a la elaboración de su gran obra Gradualia (publicada finalmente en 1605 y 1607). El ciclo previo de las tres Misas (para tres, cuatro y cinco voces) fue precisamente compuesto en el oscuro periodo del arresto, prisión y ejecución de Southwell (1592-1595).

Byrd no fue mártir ni un héroe. Aun fiel a su conciencia, no se abstuvo de componer a lo largo de su vida motetes para los servicios religiosos anglicanos en función de su cargo en la Capilla Real durante el reinado de Isabel I, pero también para ganarse la vida incluso después del Gunpowder Plot (1605). Atento a las innovaciones continentales en el arte polifónico, profundizó y renovó la tradición musical de su país, no sólo en el género sacro sino también en el profano. En Psalms, Sonnets, and Songs of Sadness and Pietie (1588) incluso musicó tres sonetos del ciclo Astrophel and Stella de Sir Philip Sidney, cuando todavía circulaban manuscritos.

Admiro su patriotismo católico inglés. Complejo, lleno de transacciones, firme en sus convicciones. Algunos protestantes consideraban que la música no debía distraer de la meditación de la Palabra de Dios. Byrd, agustiniano, fue fiel, en cambio, a una poética celeste: la música no acompaña la Palabra sino que brota del Logos mismo. No sé si desafiantemente, pero sí de manera deliberada, Byrd practicó un arte católico en un mundo que había dejado de serlo sin que cupiese la esperanza de que regresase.

Claro que puede disfrutarse de su música “por puro placer” (para horror de Eliot). ¿Cabe conformarse con la excusa de que el lenguaje de la música es más universal que sus motivos? ¿Pueden disociarse? Descontando un ascenso intelectual trascendente, ¿descartaremos que hasta acá siguen llegando ecos gloriosos de notas celestes, aun cuando se hayan convertido en enigmas que sólo la perfección técnica camufla? ¿Es posible comprender el Ave verum corpus sin sentir el milagro majestuoso de la transubstanciación? Si, en sentido platónico, el goce más extremo sólo podría alcanzarse al vislumbrar la inteligibilidad, ¿será posible aún esa experiencia ante una música como la de Byrd? Quizás la reserva de Eliot fuese acertada para nuestra época.

En el prefacio a su libro Gradualia (1607) Byrd expresó con profundidad mística su arte que es, a la vez, altísima liturgia:

“Además, en las palabras mismas (como lo he aprendido por experiencia) hay tal escondido y misterioso poder que a una persona que piensa en las cosas divinas y que diligente y seriamente las medita en su mente, no sé cómo le llegan las más apropiadas ideas musicales si no es por su propia libre voluntad [their own free will], libremente ofreciéndose [freely offer themselves] a su mente si ésta no es perezosa ni inerte”.


Según Byrd, la voluntad libre de las ideas iluminará la música de la inteligencia con el poder de la Palabra. Sólo por ello también merece la pena ser hoy recusante.


martes, 26 de noviembre de 2013

La paradoja del último tango.





En el tiempo que engullía las diversas teorías contemporáneas sobre la ficción narrativa, me complacían especialmente las críticas que le llovían a John Searle por haber sostenido que la actividad de escribir novelas consistía básicamente en fingir que se hablaba o se escribía. Según aquel lingüista, no se podía aceptar la seriedad de las aserciones del novelista y mucho menos las que éste ponía en boca de sus personajes. Un ejemplo pedestre: que Madame Bovary engañase a su marido debía ser puesto en cuarentena porque, a efectos legales, ni siquiera el matrimonio que habían contraído tendría fuerza performativa. Todos sus diálogos carecerían del carácter ilocutivo que en una situación real de habla poseen.

Especialmente contundentes eran los argumentos fenomenológicos de Félix Martínez Bonati contra el punto de vista de Searle: “Es necesario aceptar que lo ficticio tiene efectividad, aunque sea válido también que el individuo ficticio no es real. Estas paradojas no son otras que las tradicionalmente conocidas e implícitas en nuestras nociones de realidad y ficción. Disolverlas es una tarea ontológica y de análisis lingüístico que exige una teoría de la representación”. El acto de la ficción no sería, pues, un acto de habla sino un discurso puramente imaginario que el lector reimagina en su lectura como parte del objeto creado que es la novela.

En aquella época vi Último tango en París (1972), que no es una novela, pero que, en un sentido analógico, es una ficción tan terrible como las Memorias del subsuelo de Dostoievski. Es cierto que el miserable funcionario ruso es una encarnadura únicamente imaginaria y que el viudo Paul, por el contrario, no existe sin la imagen de Marlon Brando. Y también que si las lágrimas de la prostituta Liza brutalmente humillada se disuelven en un reguero de palabras, las de la joven Jeanne, sodomizada, han llegado a cruzar las fronteras de la ficción cinematográfica. Narrativa verbal, narrativa visual, ambas ficticias, también disuelven la noción de realidad y exigen una teoría moral de la representación.

Me explico. La actriz Maria Schneider (Jeanne en la película) se sintió asaltada sexualmente en la famosa escena de la mantequilla, que no estaba en el guión y que habían preparado a sus espaldas Bernardo Bertolucci (el narrador-director) y Brando (el actor-personaje). Brando la había intentado calmar asegurándole que se trataba sólo de una ficción. El capullo de Bertolucci ha reconocido, a posteriori, que se sentía culpable pero que no se arrepentía, pues había conseguido transmitir realismo y veracidad. Podría objetarse que no se le ocurrió para dar mayor verosimilitud a la muerte de Paul que Jeanne le descerrajase una bala de fogueo por la espalda. Quizás no habría conseguido el portentoso efecto artístico de ver desmoronarse de frente el rostro de Brando como signo, por no decir contraicono, de una época que, más que nunca, es el germen de la nuestra.

En su autobiografía Brando, que le retiró la palabra al director durante años, confesó que “sentí que mi intimidad había sido violada y no quería volver a sufrir más como entonces”. No es extraño que quedase destrozado emocionalmente. Si se observan con atención las escenas más polémicas –que parecían las denuncias más atrevidas de la represión y de la censura-, lo peor no es lo que se ve sino lo que se dice. La mantequilla puede ser morbosa y brutal cómo atrapa Paul a la chica. Lo que me resulta casi insoportable es el simultáneo discurso escatológico sobre la familia que acarrea una violencia ilocutiva escalofriante. De igual modo, puede resultar escandaloso que Paul le pida Jeanne que lo sodomice con los dedos; lo horroroso es que sea el efecto perlocutivo de una declaración de amor.





Fernando Romo ha sostenido que la paradoja “disuelve las identidades recibidas y gastadas, para permitir alumbrar nuevas verdades”. Apresuradamente podría concluirse que la paradoja del Último tango consiste en ver transfigurada la pornografía en arte. La paradoja se movería en la colisión entre una moral referencial y heterónoma y una ética artística autónoma. Reconozco que en ese terreno el Ángel de la Luz se mueve como pez en el agua, siempre caído, siempre invicto.

En cambio, me llama la atención una paradoja previa: la del acto (po)ético, que veo formulada con precisión en la película de Bertolucci. El discurso imaginario es un acto de habla, tan fingido que efectúa la realidad de sus intérpretes más allá del objeto creado que los engloba y que los dota de sentido: el tango, baile del amor y de la muerte. O dicho al revés: hablar reimagina los límites de la inteligibilidad moral y artística. La paradoja poética posmoderna sostendría que hay también verdades nihilistas: no que el nihilismo sea verdad, sino que la verdad alcanza hasta a la ausencia de sentido. 

Como Don Quijote, que enloqueció leyendo libros de caballería y murió al recuperar su identidad de Alonso Quijano, Paul Brando y Jeanne Schneider asoman a los espectadores a una responsabilidad en caída libre: sólo se puede comprender la realidad imaginariamente, siendo el precio último la autodestrucción. Aislados, en presión, lo real imaginario hace estallar sus respectivos límites quebrando las máscaras –las personas- dramáticas.

Derrotado en la playa de Barcelona o en un ático de París, el principio de placer se desboca en un suicidio lingüístico y real. Bien lo proclamaba el caballero manchego ante el de la Blanca Luna: “Aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra”. Ahora, anónimos, a los amantes parisinos les falta hasta la piedad cervantina.


martes, 19 de noviembre de 2013

Vanidad clerical.




El sueño del caballero (1650),
de Antonio de Pereda

Hombre abrupto y solitario, en su exquisita cordialidad, mi padre solía reconvenirme: “Hijo, no aprendes. A los curas hazles caso, pero mantenlos a distancia. Sólo van a lo suyo”. Soy incorregible; siempre he carecido de su escéptico conocimiento del alma humana. Conozco sacerdotes –y religiosas− que, con sus defectos, pueden desvivirse por enfermos, jóvenes, marginados o, simplemente, personas. Pero, en cuanto muchos de ellos entran en la vida académica y social, asimilan las reglas del mundo hasta convertirse en auténticos Mr. Hyde. Pueden llegar a ponerse frenéticos si uno se niega a seguir viéndolos como Dr. Jekyll. No son hipócritas ni cínicos, que también los hay, sino que viven la esquizofrenia de creerse sus propias mentiras. Las excepciones, desgraciadamente, parecen confirmar la regla paterna. Así que procuro aferrarme a las excepciones para resistir a la desesperanza.

Una especie inquietante es la del cura adulador. En ciertos lugares, pegas una patada a la puerta de un partido político, de oenegés o de fundaciones privadas y salen curas de debajo de las piedras con la excusa de que son independientes y de que están trabajando por los derechos de la Iglesia y, en algunos casos desvergonzados, por los necesitados. No digo, ni mucho menos, que siempre. Me parece que lo llaman pobreza apostólica: contar con los recursos necesarios para hacer como que evangelizan. Tan aduladores que consideran hasta la mitra una oposición a cátedra al viejo estilo. Si no lo hubiese visto, no lo creería.

Cuanto más sencillo es el hombre y la mujer de Dios, menos hablan de sí mismos y de todo lo que hacen. Podrán tener sueldos miserables, pero saben que entre sus fieles hay quienes ni los tienen. Ni se humillan ante el rico ni se jactan ante el pobre. Por el contrario, cierto cardenal que yo me sé, tan sonriente, tan prepotente, suele fotografiarse, rodeado de sus adláteres, con los poderosos, con la excusa también de poder comprar esas porquerías que comen los pobres, como le gustaba parafrasear al cardenal Bergoglio sobre una viñeta de Mafalda. O, aún más,  como decía san Bernardo, horrorizado: "No les preocupa lo más mínimo la perdición o la salvación de las almas. No pueden sentirse madres. Usan el patrimonio del Crucificado sólo para engrosar, engordar y nadar en la abundancia; no pueden dolerse del desastre de José".

Hablemos de las Facultades eclesiásticas. Tengo razonables dudas de que la Iglesia, en general, esté realmente interesada en formar intelectualmente a sus futuros sacerdotes. Otra cosa es un barniz de cultura (que en catalán rima con confitura, es decir, con mermelada), cuatro cositas de metafísica y de antropología y un montón de exégesis. 

Cierto que los seminaristas se forman para ser pastores, pero esto no significa dar por descontado que los fieles sean ovejas que balan sin más. Un problema muy grave se está planteando ya: a menor exigencia académica mayores dificultades humanas y espirituales arrastran los jóvenes seminaristas y sacerdotes que se tienen que enfrentar con realidades pastorales en que el analfabetismo religioso está haciendo ahora mismo estragos.

A la formación universitaria de nuestro clero le falta la dimensión del magisterio pedagógico. Son necesarios, es una perogrullada, buenos maestros. Ante la sequía vocacional de las órdenes tradicionales y las múltiples necesidades pastorales del clero diocesano, es fácil y, sobre todo, más barato contar con la colaboración del sacerdote o del religioso que dedica unas horas a la docencia, o con la de laicos que, teniendo un trabajo dignamente remunerado en el mundo civil, hacen el esfuerzo de impartir clases sobre su tema de investigación en horas robadas al ocio. 

Admirables y dignos de reconocimiento, estos profesores carecen de los medios para dedicarse a fondo a esa tarea que no es un hueco que hay que rellenar: es, por encima de todo, una vocación -la de formar acompañando el itinerario espiritual del discípulo- cuyo celo debería consumir a quien la ha recibido. Desde luego que hay maestros, pero ¿es necesaria además la heroicidad? No debería confundirse la práctica de las virtudes con las condiciones para ejercer dignamente la profesión.

Claro que hay sacerdotes en universidades eclesiásticas que se dedican en exclusiva a su tarea académica, así como muy pocos laicos que, renunciando a trabajos mejor remunerados en la enseñanza secundaria, por ejemplo, asumen compartir tales responsabilidades poniendo no sólo la buena voluntad sino también toda su inteligencia. ¿Puede asegurarse que el conjunto de los claustros participa activa y coordinadamente de la tarea común de formar a quienes se confiará la predicación, la enseñanza y la celebración del Evangelio? 

Lo confieso: no puedo evitar sostener una certeza negativa. No quita que la calidad intelectual de profesorado y alumnado sea muy alta en casos puntuales, pero ¿se puede garantizar, en líneas generales, que el primero vive su vocación docente con el ascetismo que requiere entregarse a un alumnado que tampoco es para echar campanas al vuelo? No entro ahora si esta Congregación, aquella realidad o ese movimiento ya lo practica, en grado sumo, con lo suyos. Me refiero a los centros diocesanos y/o pontificios, que deberían ser de todos.

No irrita tanto la precariedad de medios, sino verla convertida en otra excusa -y van...- que justifica el oportunismo intelectual de los más y de los menos dotados. Tanto narcisismo clerical, fiel reflejo posconciliar de una sociedad autosatisfecha en medio de sus crisis, ha acabado convirtiendo la vida intelectual en la Iglesia en pequeños reinos de taifas que pagan sus gabelas, en formas de simposios y congresillos, para pretender que continúan siendo lugares de reflexión. Como la institución universitaria en su conjunto, la vida de la inteligencia espiritual ha acabado midiéndose por la cantidad de libros vendidos, por la de asistentes a actividades de múltiples fundaciones subvencionadas o por el número de apariciones en los medios de comunicación.

Se vive un sueño en que, como en el cuadro de Antonio de Pereda, puede leerse la leyenda: "Aeterne pungit. Cito volat et occidit”. El reloj, la máscara, la calavera, los naipes o la tiara siguen allí arrojados, como símbolos de vanidad y, ahora, como andrajos de glorias pasadas. ¿Puede el caballero seguir durmiendo? ¿Sólo queda conservar y proteger los restos menguantes de lo que había sido una grande, y problemática, herencia?


"Miré los muros de la patria mía
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
por la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
Salime al campo: vi que el sol bebía
los arroyos del yelo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurta su luz al día.
Entré en mi casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte;
vencida de la edad sentí mi espada.
Y no hallé cosa en que poner mis ojos
que no fuera recuerdo de la muerte".



Cavalcanti nunca ha sido clérigo. Tal vez sea esa la distancia entre el siglo XIII y el siglo XXI: entonces le acusaban a uno de ateo; hoy dan por descontado que sea eclesiástico. Pero el gran Guido, más corvo y menos fuerte, es sólo la sombra del poeta. Poeta güelfo, al fin y al cabo, con una esperanza desesperada.


martes, 12 de noviembre de 2013

El cosmopolitismo bandarra de Francesc Trabal.





Francesc Trabal (1899-1957) es uno de los escritores más singulares de la literatura catalana del siglo XX. Puede discutirse su calidad literaria y ponerse en cuarentena el alcance de sus “estirabots” (disparates), pero la fertilidad de su imaginación y su capacidad para la acción poética deberían haberlo convertido en un referente canónico de las vanguardias hispánicas. Como ha dicho Quim Monzó, “Francesc Trabal i aquella Colla de Sabadell van ser un dels luxes més cosmopolites que hem tingut en aquest últim segle. Llàstima que el país no hagi estat a l’alçada”. Si Cataluña no ha estado a la altura, a la cultura española en general le ha resultado completamente indiferente la altura a la que se encontraba este tipo de lujos.

Casi una década antes que el trío Lorca, Dalí y Buñuel montasen sus numeritos en la Residencia de Estudiantes, la Colla de Sabadell, formada por unos jovencitos imberbes, organizaban performances casi dadaístas por las calles polvorientas del Vallès. La primera de ellas en 1917, ideada por el propio Trabal, fue una excursión a la Font del Saüc (Matadepera) que comenzó por las calles de la ciudad como una romería a pleno sol con burro, sombrilla y terno impecable. Como colofón de esta primera experiencia lúdica, durante el picnic en la Font, Trabal improvisó unas coplas agitanadas en catañol, jaleado por la juventud sabadellenca.

A principios de los años veinte el mismo Trabal junto con Joan Oliver (después Pere Quart) y Armand Obiols fundaron la editorial La Mirada para dar conocer a los jóvenes narradores catalanes, en un género, como el de la novela, que parecía estar negado al Noucentisme. Pese a sus orígenes vanguardistas, aquel trío prefirió acogerse a la sombra de una gran figura noucentista. Josep Carner prologó el primer libro de Trabal, L’any que ve (1925), un libro paródico de las auques tradicionales, al que calificó como portador de “un Humor Indeliberat, Difós, Secret, dins l’Automatisme Tradicional de les Paraules Òbvies”. Trabal nunca había ocultado el magisterio de Ramón Gómez de la Serna.

Trabal sentía la extraña vocación de ejercer de surrealista con aires menestrales. Pocos escritores peninsulares se han tomado más en serio el “amor fou”. Sus personajes femeninos son inalcanzables objetos de deseo, de un deseo feroz y esquizofrénico. En L’home que es va perdre (1929) el protagonista pierde a posta objetos para encontrarlos. Llega a perder a su amada, cuyo rastro empezará a perseguir, enloquecido, hasta encontrarla y comérsela en un acto de canibalismo literario, metapoético, en la veta más vanguardista de las literaturas ibéricas.

A Trabal lo han calificado de escritor “integrado” y, en efecto, buscó la pequeña parcela de gloria literaria que las letras catalanas concedían durante la República. Vals (1936), la más modernista de sus novelas, la más europea, fue Premi Creixells. Su protagonista, Zeni, posee la superficialidad aérea de sus mejores creaciones, esa aura de punzante erotismo romántico que envuelve, incestuosamente, hasta los besos fantasmales. Pero a la novela le falta la alocada incoherencia y la redacción atropellada que habían articulado el universo más personal de su autor.

Mucho se ha reprochado a Trabal las disparatadas ocurrencias con que hace avanzar a salto de mata sus narraciones. Por ejemplo, las críticas al final de Judita (1930) son casi unánimes. Aunque sea lamentable que el personaje femenino estalle como una bellota en el aire, no puedo evitar sentirme inquieto por su cazurra semejanza con el final de La mort amoreuse de Gautier. Algo parecido me ocurre con una escena de Temperatura (1949), su novela de exilio, a mi juicio injustamente preterida. 

En ella el protagonista masculino, un voyeur, se introduce en la casa de una anciana para espiar lo que hace junto con su enamorada en la sala de música. Pasan las horas sin sentirse más que el ruido de un reloj. La resistencia del hombre se rompe, mientras las mujeres continúan mudas.  En manos de Trabal, la explicación del enigma parece un chiste dudoso. Explicado por Maurice Blanchot, seguro que habría dado pie a todo un análisis deconstructivo de la tradición poética simbolista, de Verlaine a Debussy.

“René Le Sueur de la Pomme seguía en el suelo, sobre la alfombra, hecho un nudo, durmiendo el sueño de los justos.
Una vocecita lejana, tenue, insinuaba:
-¿La Golden Sonata, de Purcell? ¿La Pavana, de Byrd?
Y dos siluetas, en el piano de nácar, arrancaban a cuatro manos el alma de la música, para gozar voluptuosamente de su propia carne, de esta carne eterna, dulce, suave, que tiene la música cuando uno llega a poseerla sólo por el tacto…”
 
La rauxa de Trabal, íntegra, radical, se eclipsó en Chile. Lujo indispensable, ay, su recuerdo parece hoy un homenaje del olvido.