Durante mucho tiempo me empeñé en ser poema, aunque nunca lo
logré ni de lejos. Hubo una etapa, corta, en que hasta me atreví con lo que más temo, que
son la ristra de versos. Traigo hoy aquí uno de aquellos poemas, no porque
valga, sino porque admiro la santidad de su protagonista, tanto como sus escritos y (casi) como la música suya que
tanta paz me ha concedido, tan epifánica.
Todo en ese poema es prehistoria cavalcantesca, llena de errores y anacronismos, de la que conservo sólo, quiero creerlo, igual sentimiento maravillado. Es lo único que puedo pedir cuando me miro al espejo: más viejo, tal vez no más sabio, pero manteniendo la sonrisa que atraviesa en silencio el tiempo de la vida y del arte anhelados.
Apenas te conozco. Sé tu nombre.
Decir la maravilla de tu música
a quien la ha oído no basta.
Visionaria, mujer entre hombres,
profeta, taumaturga, consejera.
Que no te quemasen no es un milagro
sino el raro azar que los argumentos
de Dios infunden en los corazones
de sus siervos. Comprueba los ojos perplejos
del monje en la miniatura
y verás tus palabras acertar
ese estrecho margen de celda
que inunda de fuego tu estilo.
Has vencido la resistencia
de un camino que te fue impuesto.
Arrebatada desde los tres años
por incendios interiores
trastornas el sentido de lo dicho.
Tu biógrafo indica que bien
se te podrían aplicar los versos
de Salomón: Mi amado metió mano
por la hendedura; y se estremecieron
por él mis entrañas. Los analistas
podrán interpretar tu ardor
y desbloquear la tortura de tu mente.
No podían quemarte. Tu escritura
está tejida de sueños que fugan
la persistencia de los símbolos.
La madera del monasterio
arde en los cinco tonos que resuenan
en mi interior. Eres ya un bosque a salvo
de la tierra y el cielo. En un instante
viniste. Cruzaste el aliento
de los espejos. A los que sabían
dejaste los casos, los géneros, el arte.
Te enrocaste en la entraña del templo encarnado.
No puedo imaginar una vida redimida
en el silencio ciego de la noche.
No se perdona tu pureza
evadida de las líneas del tiempo.
Sin dialéctica en tus brazos,
el hacer desnudo de la mandorla
desborda los cauces del río.
El sonido espesa el aire.
La sombra quebrantada de mi mente
no se orienta en los ecos de su voz.
Contemplo el cristal del libro.
Acaricio su tapa. Imagino un misterio.
En esta pira se congelan
las palabras de una niñez posible.
Tu nombre: Hildegard von Bingen.
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