martes, 11 de junio de 2013

El horizonte invisible de José Mateos.




The Morning after the Deluge (c. 1843),
William Turner


Los poemas de Cantos de vida y vuelta (Valencia, 2013) de José Mateos (1963) me han traído a la memoria un recuerdo infantil de playa gaditana. El mar, turquí, refulgía sobre un horizonte de luz en que el sol se había dispersado en ráfagas de viento. Tengo grabado el instante en que aquel mar y ese horizonte fundían la mirada del niño. No había nada en que fijar la vista. La vista se extendía sobre una fuga sin fin de luz que parecía ¿anunciar? otro reino, allá, allá lejos, donde habita el fulgor olvidado.

La prótesis retórica en el título de Mateos, con desvío, sin embargo, semántico, condensa la intuición de unos poemas que se suceden con una cadenciosa tristeza, grávida de emociones fecundas. El poeta modula su voz en canto desde el silencio contemplativo de un itinerario personal que las palabras intentan atrapar en su esencia más despojada. Ir y volver es, a determinada edad, vivir de vuelta.

En el texto incluido en la solapa de la cubierta, redactado seguramente por el propio autor, se explica que el libro profundiza en dos tonos: uno profético y otro visionario. Con el primero, el poeta pretende decantar los “materiales perecederos” de la «poesía social». Con el segundo, aunque pueda confundir que se use el adjetivo «dantesco» para caracterizarlo, pretende dar cuenta del aprendizaje “de los que han viajado al reino de la muerte y regresan para dar testimonio de la verdad que allí han encontrado”.

De clara ascendencia romántica, no se trazan los contornos de ambos tonos sino con líneas desnudas, como si se quisiese llevar al extremo minimalista las lecciones que unen la poesía de Bécquer con la de Juan Ramón Jiménez. Mateos construye así su libro acogiéndose a la musicalidad interior que moldea el compás de sus sucesivos movimientos, que se desarrollan, entre un prólogo y un  epílogo, a través de cuatro secciones.

Más que circular, el libro adopta una estructura ovalada en que el prólogo y el epílogo marcan lo que considero su tema nodular: el encuentro entre temporalidad y eternidad. La Historia se hace sentir en unas palabras que sopesan el ritmo de su fluir para atrapar, en el instante perdido, el eco de una trascendencia que no puede dejar sino la sombra de la duda.

Emerge así un motivo que, como un basso ostinato, puntea las dos tonalidades melódicas que mencionaba anteriormente y que convierten a ésta en una poesía de la conciencia. Conciencia del límite y de la muerte ante su invisible interlocutor: Dios. Comienza el poeta reconociendo que: “Lo que no sé no es el óxido / que deja un comentario. / Lo que sé no traduce las cosas a su nombre. / Porque el Dios que no sé no tiene nombre”. Y acaba entre desolado y maravillado, reconociendo expectante: “A veces siento el milagro. / Casi toco una verdad. / Pero todo es horizonte / que se aleja más y más”.

La paradoja y la antífrasis (noche y día, saber y no saber, amor y muerte; padre e hijo, el alba y su reverso, el mar y el más allá sin orillas) gobiernan la dicción de estos poemas desplegados en un tono elegíaco que recuerda el de los profetas menores como Joel, cuyo libro es citado, junto con el Poema de Gilgamesh y la Ilíada, en el pórtico de este poemario. El lirismo se hace denuncia; el grito se vuelve invocación. El poeta observa el haz de belleza justo en el momento en que se anuncia su extinción. No es sólo que la vida sea fugaz sino que todo en ella, dolorosamente, está atravesado de finitud.

Los poemas “Noticias del diluvio”, correlativamente numerados, que integran la sección III, contienen esa doble dimensión entre profética y visionaria que el poeta se ha propuesto explorar. Más que hallar respuestas, procuran enunciar con la mayor precisión posible las perplejidades del poeta que no cesan, ni aun encontrando en el deber de escribir un sentido que se torna siempre provisional, huidizo.

Los poemas finales se enfrentan de manera radical con el tejido ontológico que da cuenta de la tarea poética que sólo puede ser el poema mismo. Tensando el agnosticismo en su seriedad interrogativa, el poeta se lanza al misterio de Dios en medio de una niebla de incertidumbres en la que penetra como los místicos apofáticos: la multiplicación de los nombres de Dios indican que allí es imposible reconocerlo. Todos estos nombres, incienso de su ausencia, conducen la palabra hasta el escándalo último (en cursiva el título, Resurectio), en que, vaciándose de sí, le queda al poeta, dubitante, dar el sí al poder transformador del amor y la muerte.


Los nombres que te han dado
Yo no sé lo que eres,
ni si eres siquiera:
Santo Horizonte, incógnito
Señor de cielo y tierra…
Los nombres que te han dado
no sirven.
               Lo que quieras
que seas –verdad última
o ansiedad de una Ausencia−
¿cómo decirlo?
                      Pero que mi palabra
crezca de tu silencio como
nace el musgo en la piedra.


José Mateos acaricia, húmedo, el musgo de la lejanía. Da testimonio escribiendo con la palma de su mano los signos que han grabado en ella las aristas de la piedra.


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