martes, 28 de mayo de 2013

Soeiro y Bartleby escriben sus silencios.



Bartleby, the Scrivener (2009),
Helena Pérez García


Concluía hace unos meses que la amistad es otra forma de escritura. Podría decirse que en lo dicho se esconde lo que queda por decir. La tarea del amigo es quedar a la escucha, incierta, de lo que pudiera no llegar. Así, en tan breve lapso de tiempo, tras Da vida das marionetas, Ricardo Gil Soeiro publicará en breve Bartlebys reunidos (Oporto, 2013), la segunda parte de lo que su autor califica como la tetralogía de una poética palimpséstica, con la que ahora pretende explorar una “ética de la impotencia”.

Si en el primer libro refulgían imágenes teatrales, cinematográficas o plásticas de esa inquietante figura, semihumana y semidivina, casi inerte, que es la marioneta, en esta nueva entrega se perfila, sobre todo a través de escritores y filósofos, un retrato, casi cubista, de Bartleby (1856), el protagonista del relato homónimo de Herman Melville.

Si la modernidad había asistido fascinada al nacimiento de Don Juan –el de Tirso de Molina y el de Lorenzo da Ponte−, que, abrasado, se disemina entre tantas conquistas, Soeiro parece proponer como modelo mítico de nuestro mundo crepuscular la abstención de los Bartlebys –I would prefer not to− que pueblan y que atormentan, explícitamente o no, los escritorios de Kafka y Blanchot, de Walser y Deleuze o de Hofmannsthal y Rimbaud. El crepúsculo del ser proyecta un teatro de sombras que el poeta persigue ante la mirada interrogante de sus –hipócritas- lectores, sus semejantes.

Si alguna figura encarna, con aterradora precisión, los rasgos de Bartleby a lo largo de los intrigantes e intensos poemas de Soeiro es Fernando Pessoa. Presencia fantasmal, acechante, como la del padre de Hamlet, el poeta se enfrenta a ella con una serie de inteligentes dispositivos que, al tiempo que bucean en las posibilidades de sus magmáticas personalidades poéticas, intentan disiparlas en la niebla atlántica de los encabalgamientos y de los versos «erróneamente» escandidos.

Según Lacan, el padre no muere nunca, aunque el deseo sólo pueda operar sobre su ausencia. El poeta sabe que, tras cada Bartleby, asoma, extinto, la sonrisa desvanecida de los heterónimos pessoanos. Como uno más de ellos, reconoce en el espejo de la escritura su imagen de Telémaco, funámbulo sobre el vacío en erupción. Viaja, por ello, sin desmayo entre los márgenes de la cultura europea en busca de las preguntas más tersas, a fin de conjurar el peso latente de una paternidad imposible. Angustia y cansancio apenas velan la vigilia alucinada, que no desiste de reconocer en la letra impotente el espíritu eclipsado de cada acto de lectura.

Soeiro es consciente de que el nihilismo posmoderno, si quiere evitar la impostura y la banalidad del chisporroteo elegante, no tiene otra salida que tantear los oscuros pasadizos subterráneos que lo unen con el modernismo centroeuropeo. Bajo la advocación anglosajona de Melville, visita los pasajes de un lenguaje que remiten a la explosiva iluminación de lo que desaparece en él. Los ejemplos de la literatura más corrosivamente alemana y de la filosofía francesa más perversa dejan sus rastros en los silencios dialogados de estos poemas, sin que extrañe que, entre los escritores en lengua española, el homenaje contundente a Vila-Matas se recueste sobre el recuerdo de Borges.

Intento explicarme. Si los clásicos acogían la palabra como el don que creaba el espacio compartido de la memoria, a nosotros posmodernos nos sorprende y nos deslumbra el olvido en los intersticios de sus ecos. En Ovidio, Leandro puede arrojarse al mar de las palabras como gesto supremo de desesperación amorosa. Para Hermann Broch, en cambio, el éxtasis de la muerte salvará del fuego los versos de Virgilio. Derrida, forense de Ítaca, clasificaría unos y otras en el reflujo de un océano vacío. En el bucle metapoético que refleja su propio libro (“Uma noite com Bartleby, 2010”), Soeiro constata desesperado esta ausencia constitutiva -¿tal vez bíblica?- de sus versos: “Naufragios son todo lo que tengo: / indicios rumbo a lo desconocido. / Las palabras son palabras, / yo soy casi yo”.

De hecho, estos treinta poemas, “en forma de nota a pie de un texto invisible”, son el relato de un viaje circular cuyas jornadas no yacen sino que se evaporan bajo los signos trazados en cada una de sus páginas. El poeta interroga su identidad a través de la angustia perpleja –diría «neutra», en un sentido blanchotiano− por la realidad de lo otro.

Los pronombres “yo” y “tú” se entrelazan a la búsqueda de un reflejo que, de un modo inquietante, va emergiendo en los blancos –en las cursivas- que el poema intenta condensar. Trazando las huellas de lo invisible, las formas se desdoblan recortando las esquirlas del sentido. El poema se convierte así en un espacio impotente donde indagar el residuo creador de una negatividad que late en las sílabas que organizan constelaciones, apenas entrevistas, de sombras significativas.

Leyendo estos poemas, repito, he tenido la sensación de estar a punto de atisbar, por las esquinas de Lisboa, al oficinista Bartleby (tú, yo, el otro) brillando en los ojos sebastianistas de Pessoa, la persona que habrá de volver, perdida, de la batalla de una escritura ausente, por venir. ¿Acaso, todavía, en el juego de hacer versos?

Todavía, no me rindo:
sé bien de quién es la culpa
y, así, apunto el dedo acusador.
A mis plegarias hace oídos sordos
el triste arte de las palabras e injusto
se me figura este castigo.
Lo que yo quería era mares de terciopelo,
susurrando desamores perfectos;
no estas sobras desmedidas,
incesantemente repitiendo
acordes desiguales –trampa de rima pobre.
Mas no hay manera de mitigar
este mal que padezco.
¿Sufrir? Sufra quien lee”. 

Escribiendo tras los versos silencios susurrados, Soeiro testimonia, sin esperanza, la certeza de unas palabras oscurecidas. Quien sepa leerlas, permanecerá a la escucha de lo que no puede llegar.

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Post Scriptum:


Recibo unas generosas líneas de Ricardo G. Soeiro que, habiendo leído esta pequeña reseña, con elegancia me hace notar que “trata-se, creio, de uma negatividade que, paradoxalmente, pode ser terreno fértil para a afirmação da criação, para o triunfo do gesto; enfim, para a plenitude da palavra”. Me doy cuenta de que mi lectura ha sido demasiado nietzscheana, destacando sobre todo el momento reactivo de la creación en lugar de la plenitud creativa que la palabra guarda incluso en la negación. 

Me siento así responsable de matizar mi argumento. No creo descubrir en los poemas individuales de estos Bartlebys tanto heterónimos “del” poeta como la conciencia de que éste se “heteronomiza” al tomar la palabra poética¿Qué más puedo añadir? Que el poeta siempre tiene razón ante el crítico felizmente impotente.


2 comentarios:

  1. Me encanta este blog, es muy instructivo y respetuoso. Saludos!

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  2. Muchas gracias, Sonsoles. Has dado en el clavo. En este blog siempre se hablará bien de quien aparezca, aunque sea desde la discrepancia. A Cavalcanti le gusta lo difícil, pero, sobre todo, compartir lo que le gusta. Saludos!

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