martes, 5 de febrero de 2013

El azar de Mallarmé.






Stéphane Mallarmé (1842-1898) es el poeta moderno por antonomasia que, por más esfuerzos que se hagan, jamás puede llegar a ser comprendido. Su escritura, como de otro modo ocurre con la de Arthur Rimbaud, pero no con la de Lautréamont, exuda un remanente de ilegibilidad que no deja de acentuarse hasta hacer estallar la posibilidad misma de comprensión. Potencial víctima de estrés postraumático, quien lo lee se arriesga a perder la capacidad de la lectura.
Mallarmé es tan implacable con sus lectores como Paul Celan o incluso más. En el poeta rumano es todavía posible observar el funcionamiento, enigmático, de un idiolecto propio que lucha agónicamente con las mallas semánticas y gramaticales de la lengua alemana. Puede que sea un idiolecto impenetrable, ya digo, pero, en último término, resulta “reconocible”. En cambio, Mallarmé utiliza el francés tan tersamente que se limita a dinamitarlo, es decir, a que pierda sus contornos pero no su tonalidad ni su timbre. Un coup de dés (1897), su tirada poética de dados, descompone la identidad del poeta en miríadas de sensaciones sígnicas.
Mallarmé o, mejor dicho, la ausencia que su nombre conjura en el poema, ha hipnotizado a pensadores franceses postmetafísicos como Maurice Blanchot, Roland Barthes o Jacques Derrida. Sin aspavientos, con una gélida desconfianza, logra sencillamente lo que ellos se han esforzado por conseguir con una conciencia de insuficiente fracaso o de incompleta impotencia.
Un coup de dés exige del lector no tener ninguna expectativa, sino “vivir” solamente la letra del poema, con un rigor casi funerario. Antes de la muerte del autor predicada con furor por Foucault y compañía, ¿quién sabe si Mallarmé ya había entendido que la muerte de Dios había convertido al lector en un simulacro del sentido? El texto de la vida, del que había hablado Nietzsche, quizás no fuera un mosaico de interpretaciones, sino el juego necrofílico de las significaciones. Cadáver de signos, el lector-forense practica la autopsia del poema, ¿o es al revés?
Me atrevo a proponer una paráfrasis del Prefacio de Un coup de dés con voluntad “reaccionaria”, es decir, anacrónica, a contrapelo de la lectura que, con el talento y el aliento intelectual que me falta, ejecuta Derrida en La diseminación (1972). Como él, quedo hechizado ante la primera frase: “Me gustaría que no se leyese esta Nota o que, una vez recorrida, se la olvidase al instante”. Para contradecir el deseo del “autor” comenzaré por el final del prefacio, bastante convencional, una especie de desganada captatio benevolentiae, para remontarme al inicio, allí donde el olvido se colapsa en la memoria de lo por venir: el poema.
La Poesía, dice Mallarmé, como la versión secularizada de Dios, digo yo, sigue siendo la única fuente de la creación, pero, como en una suerte de Cábala romántica, ha procedido a retirarse. Eliminando su condición antropomórfica, la autonomía del arte camina hacia la abstracción mediante un proceso de depuración de sus elementos anecdóticos. El sentimiento -¿por qué no la piedad?- es sustituida por la imaginación pura o “intelecto”. La poética clasicista, una dogmática del verbo, es sustituida por una hermenéutica que disuelve el contenido simbólico de esta fe en la pura inmediatez del noúmeno significante.
Poesía es palabra y es música: palabra de la música. La semántica del logos se pliega sobre la pragmática –el uso- del canto. El sonido, descompuesto, es analizado en su fluencia tipográfica, donde verso libre y poema en prosa se confunden en la percepción lírica de la narratividad del instante. La escritura sucede al logos: la estrofa es reemplazada por la página; el verso por la línea; el ritmo por el tamaño de los caracteres; el Poema por la Idea.  Al final -¿o al principio?- el poema se decide en los blancos. La verosimilitud de la Idea se articula en el movimiento de fuga de los signos. La différance abre la revelación del significado: la nada.

“Los blancos, en efecto, asumen de entrada una gran importancia; la versificación exige de ellos, ordinariamente, como un silencio alrededor, hasta el punto que un trozo, lírico o de pocos pies, ocupa, en el medio, al menos un tercio de la hoja: no se transgrede esta medida; solamente la disperso”.

Como Mallarmé, como el Poema, así la medida del lector, con un silencio alrededor, se dispersa en los blancos de la cultura actual. ¿Acaso no ha muerto, como los dados que jamás abolirán el azar, las figuraciones de su identidad, más allá del eco fantasmal que hace resonar el número de ejemplares vendidos?


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