martes, 29 de enero de 2013

El dolor de amar o la lección de Kiešlowski.






Krzysztoz Kiešlowski (1941-1996), cineasta polaco, dio el gran salto a autor de culto europeo con películas rodadas en francés como La doble vida de Verónica (1994) o Tres Colores (Azul, Blanco, Rojo) (1993-1994). Esta última es una trilogía que, según opinión unánime de la crítica, se inspiró en el valor simbólico de la bandera francesa, aunque también se haya señalado en ella, como trasfondo alegórico, un eco de las tres partes de la Divina Comedia de Dante. Que los ideales de la revolución -libertad, igualdad y fraternidad- puedan entrecruzarse con el paraíso, el purgatorio y el infierno cristianos no dejaba de resultar un guiño irónico que abría un nuevo ángulo de interpretación de esta obra cinematográfica.


En cualquier caso, entre las razones del éxito internacional de Kiešlowski un lugar principal correspondía a la condición de artesano que, como director, ya había desplegado para la televisión de su país en la deslumbrante serie titulada Decálogo, un mosaico de parábolas morales ambientada en los últimos años de la dictadura comunista del general Jaruzelski. A fin de cuentas, en sus películas “francesas” –Blanco es ejemplar en este sentido- cristalizaban, aunque de un modo diferente, si se quiere más ambicioso estéticamente, las mismas preocupaciones políticas y metafísicas y la misma contención en los diálogos que forjaron el talento cinematográfico de Kiešlowski en la gris pero convulsa Polonia de los años setenta y ochenta.


Como espectador, es precisamente en estos rasgos “polacos” donde mejor identifico la personalidad de la mirada artística de  Kiešlowski. En 1988-89 creo que extrañamente pude ver en pantalla grande, en los Renoir de Plaza de España en Madrid, la versión televisiva de Decálogo VI, que en castellano se tituló No amarás, mientras que en inglés se prefirió traducir el original polaco como A short story about love. Y digo que “extrañamente” puede ver la versión televisiva, porque mi recuerdo del final de la película, de una desesperada y lúcida ironía, no coincide con el de la escena que cierra la versión en cine, al parecer sugerida por la actriz principal, que es la que se ha acabado imponiendo en las reposiciones.
La trama es sencilla y directa. Tomek, un cartero de diecinueve años, se enamora de Magda, una treintañera que vive en el bloque de enfrente de unos edificios de aspecto soviético. La espía por las noches desde la ventana con un catalejo, aunque evita mirar cada vez que recibe a algunos de sus múltiples amantes. Sus intentos, tímidos, de acercamiento fracasan una y otra vez hasta que le confiesa que la vigila porque la ama. Ella, enfadada al principio, decide finalmente invitarlo a su casa, tras haber roto con su último amante. Allí, en sus palabras, le enseñará que el amor es sólo “eso”: sexo. Sólo con tocarla los pechos Tomek se corre y sale huyendo. Al llegar a su apartamento, intenta suicidarse cortándose las venas. Preocupada, Magda quiera saber qué le ha pasado. Cuando Tomek regresa del hospital, su madrina finalmente la deja pasar al piso, aunque no le permite tocar las heridas vendadas del muchacho que duerme. En la película ella recorre la habitación “recordando” las escenas que él espió y, al final, se imagina a sí misma consolada en su piso por Tomek. Su sonrisa es el plano final. En cambio, en el capítulo televisivo, Magda se dirige a la estafeta de correo con el deseo de recuperar algún tipo de relación con Tomek que, taxativamente, le espeta: “Yo ya no la espío más”.
Mis compañeros preferían la versión cinematográfica. A estos happy-endings solían calificarlos con este elogio: “Sales del cine con una sonrisa”. Siempre he pensado que esta frase equivalía a la que exclaman ese tipo de parejas narcisistas tras mantener una relación física: “¡Vaya polvo, jodeeer”. Ni que decir tiene que mi repugnancia era semejante a la de Tomek escapando a toda prisa para cortarse las venas.
En algún sitio he leído que la crítica de Kiešlowski no era al amor adúltero sino al adulterado. El final sería así conmovedor, porque permite a Magda verse a sí misma como Tomek la miraba, descubriéndose digna, si no de amar y de ser amada, sí de consolar y de ser consolada. No discutiré que Magda es una mujer, en sus heridas, conmovedora, pero este final, redentor, que la convierte en protagonista absoluta, me parece que traiciona la también conmovedora desesperación de Tomek.
Sin apenas raíces, sin futuro, con un auténtico, aunque alienado, afán de amor, su comportamiento fou es de una entrega cada vez más arriesgada, sin concesiones. Tras su primera conversación, Magda, al llegar la noche, comunica, divertida, a uno de sus amantes que los están mirando. Enfurecido, el chorbo baja al patio y llama a gritos a Tomek que, no importándole ya lo que pueda pasar, baja para dejarse partir la cara sin defenderse. Precisamente porque sabe que se ha enamorado de la persona equivocada Tomek no puede evitar amarla con una pureza desgarradora y autodestructiva.
No es la desilusión la que lleva a Tomek al suicidio. “Eso” no destruye su amor, sino la revelación de la imposibilidad de amar. Entre la eyaculación y el desangramiento hay una continuidad simbólica y real que hacen de sus brazos vendados un sacramento de la conciencia desolada de la pérdida: la herida que no cicatriza del tú ya por siempre irrecuperable. 

En un sentido radical, el sexo, más allá de la comunicación, puede llegar a arrastrar a los amantes hasta el conocimiento.  En el final cinematográfico, Magda quiere retener la idea de comunión en el dolor y, por tanto, como digo, queda abierta la redención. En el final televisivo, Tomek simplemente constata, seco, no vengativo, que Magda carece ya de su mirada. Que se ha quedado a solas con “eso”. El voyeur obsesionado se ha curado.



Más que cruel, el amor es un hilo tan fino que teje, roto, la vida.


martes, 22 de enero de 2013

La esperanza de Mandelstam.







Por un azar babélico, en un sentido trágicamente borgeano, he topado con la misma idea, expresada, en términos casi idénticos, por un crítico literario, George Steiner, y por un poeta, el ruso Osip Mandelstam (1891-1938), sin que el primero supiese que estaba citando al segundo.
  
Osip Mandelstam, NKVD 1934
Que no lo citase en su momento era, nunca mejor dicho, fruto del desconocimiento. Muerto en un campo de tránsito cerca de Vladivostok en 1938, uno de los grandes poetas del siglo XX no fue rehabilitado hasta 1956, durante el “deshielo” emprendido por Khruschev, de la acusación por la que se le deportó a un campo de trabajo. Cabría esperar hasta 1988, con la “glasnot” de Gorbachov, para que se revisase el proceso que se le abrió en 1934 por haber escrito un poema contra Stalin en el que no había faltado una referencia a que “una chusma de jefes de cuellos flacos lo rodea, / infrahombres con los que él se divierte y juega”. Sólo en 1990 apareció publicado, por primera vez, los Cuadernos de Voronezh, compuestos en esta ciudad del sur de Rusia donde, durante tres años, había sobrevivido, “milagrosamente” desterrado, el matrimonio Mandelstam. Sólo la constancia de Nadezhda, la viuda del poeta, cuya vida errante se consagró a atesorar en la memoria la obra de su marido, había permitido que sus poemas perviviesen de uno u otro modo aquí y allí, en clandestinidad.

En “El escritor y el comunismo” (1961), un ensayo recogido en Lenguaje y silencio, Steiner planteaba, poco después de la primera rehabilitación de Mandelstam, que “ya por instinto, ya por meditación, los escritores han sido siempre conscientes de la posición especial que ocupan en la ideología comunista. Se han tomado en serio el comunismo porque este se ha tomado en serio a los escritores”. Como también constataba, desde la primera época soviética, “por debajo de la corriente de obras y autores se escucha el crujir espeluznante del destierro, las ejecuciones o los suicidios”. Aunque suene a sarcasmo macabro, me atrevería a decir que los escritores, sin renunciar a su seriedad, habrían preferido haber sido tomados a broma.

Nadezhda Mandelstam
Veinticinco años antes, Mandelstam  era consciente de que sería ejecutado, más temprano que tarde, precisamente por escribir. En Contra toda esperanza (1970), Nadezhda recordaba que “al elegir su forma de morir, Mandelstam utilizó una sorprendente peculiaridad de nuestros dirigentes: su excesivo, casi supersticioso, respeto por la poesía: «De qué te quejas –me decía−, éste es el único país que respeta la poesía: matan por ella. En ningún otro lugar ocurre eso»”. Normalmente se suelen citar las palabras del autor del Coloquio sobre Dante, pero suele omitirse la precisa contextualización de su esposa.

Resulta paradójico, o no tanto, que los “hombres del futuro”, desembarazados de creencias religiosas, ágilmente entregados a la causa científica, sintieran un temor reverencial no por los átomos sino por los versos. Podría decirse que en la Lubianka, ara sacrificial, los chequistas celebraban los rituales del canibalismo dialéctico. Leer los pasajes de Contra toda esperanza en que se describe el delirio psíquico de quienes se dejaba escapar con vida de aquellas mazmorras produce pesadillas.

Osip Mandelstam, NKVD, 1938
Al poco de ser liberado la primera vez, parece que Madelstam intentó suicidarse, cuando, como gracia, Stalin lo desterró a Cherdyn. Más bien, trato de huir por la ventana de las voces y de los rostros que se habían posesionado de su imaginación. Igualmente suele verse como una mancha en su historial que en 1937, agotando la última posibilidad de retrasar lo inevitable, compusiese una “Oda a Stalin”. Claro que produce incomodidad ver humillándose a un poeta que ama la vida y quiere salvarla. En cambio, las "odas" de Nerudas, Albertis o Brechts, prostituyéndose por lujo, deberían provocar náuseas. Tiene razón Steiner cuando sentencia que “una de las grandes diferencias entre fascismo y comunismo es la siguiente: el fascismo no ha inspirado ninguna gran obra de arte”. Lo que sorprende es que el comunismo “real” no lograse secar de raíz la fuente de cualquier inspiración.

La modernidad ilustrada siempre ha despotricado del oscurantismo eclesiástico que ha perseguido a los científicos: Giordano Bruno, Galileo Galilei… Lo que no podrán negar es que la Inquisición los tomó tan en serio como el comunismo a los escritores. El Gran Inquisidor de Dostoievski no sería entonces sólo una metáfora narrativa sino la profecía literal de los ateólogos estatales del siglo XX. Los poetas, atentos a la verdad de las palabras en los silencios de sus poemas, habrían sido los primeros en comprender que su amor a la vida siempre sale perdiendo, históricamente de manera cada vez más irrevocable, como deja constancia el último poema de los Cuadernos de Voronezh, con el que Mandelstam cierra su obra entera poco antes de morir.

Hacia la tierra vacía, cojeando sin querer...
 I
 Hacia la tierra vacía, cojeando sin querer,
con desigual y dulce paso
ella camina, adelantándose apenas
a su rápida amiga y al joven que le lleva un año.
La arrastra la libertad oprimida
 del defecto que la anima. Y parece que una clara sospecha
 no quiere detenerse a su paso. Esta temprana primavera
 es para nosotros madre
 de un cuerpo muerto. Y todo va a comenzar eternamente. 

 II

Hay mujeres que nacieron en una húmeda tierra.
Cada uno de sus pasos es un sollozo sonoro, 
y su vocación, acompañar a los muertos 
y ser las primeras en saludar a los que resucitan.
Pedirles caricias es un crimen 
y separarse de ellas, imposible.
Hoy ángel y mañana gusano en una tumba
y pasado mañana sólo un contorno difuso.
Lo que fue un paso se hace inaccesible.
Las flores son inmortales. El cielo, denso. 
Y el futuro, sólo una promesa.


Tras su lectura, tengo la sensación de que la conciencia de derrota física, tangible, concreta, del poeta va acompañada de la certeza de la eternidad del mundo material, no de las matemáticas del universo. En un instante el dolor, la pérdida, la esperanza se confunden en la crisis que hace nacer el canto. La densidad del cielo es la promesa, inaccesible, del futuro.


martes, 15 de enero de 2013

La rodilla de Clara o los pliegues de la memoria.






Conservo, lejano, no menos vivo, el recuerdo de una amistad juvenil tan intensa que, inevitablemente, se debió perder por aquellas distancias físicas y morales que exploramos hasta la extenuación. Trotamundos estepario, mi amigo añoraba poder desplazarse de Lisboa a Moscú en tren, mientras yo le correspondía, glacial, en una inmovilidad antártica.

Nos enzarzábamos en discusiones interminables a propósito de literatura, de filosofía o  de cine. A veces, solía traer a alguna amiga que acababa preguntándose, me temo, qué deseábamos realmente. Lo que deseábamos, ya digo, era vivir en la imaginación: él, geográficamente; yo, moralmente. Ella nos servía para hacernos más evidente de dónde queríamos huir: de la realidad estudiantil que habría de encaminarnos a una vida falsamente ordenada y serena. Reconozco que éramos cruelmente jóvenes.

Mi amigo solía arrastrarme a ver películas que cumplían su deseo exacerbado de la feminidad: italianas, polacas, rusas o alemanas. Mastroianni era su ídolo. Todavía veo fulgurantes sus ojos y me parece oír su inconfundible risa nerviosa mientras devoraba Oci ciornie (1987) de Nikita Michalkov. Perdido por Rusia, cantando, libre, parecía como si también él pudiese oler el rastro de Anna; como si le pareciese una injusticia del tiempo que todavía no hubiese topado con ella.

Aun sabiendo que le crispaban, para compensar, me acompañaba a ver películas francesas, donde las mujeres, esquivas, incendiaban el deseo intransitivo de Rilke. Me preguntaba, furioso, cómo soportaba sin subirme por las paredes esa impotente retención del acto de poseer. Infernal, le contestaba que las delicias de la inteligencia se ensayaban en el orgasmo del vacío.

Muchos años después, volvimos a vernos en Praga, donde se había instalado. Él había encontrado finalmente a Anna sin permitirse cometer los errores de su maestro Mastroianni. Yo, lejos del usurpador Marais, había logrado, exhausto, fundir mi corazón con el de Madeleine, de Tous les matins du monde (1991). Discutimos, como de costumbre, sobre el deseo y sobre la nada cuyo abismo de matices tanto me sigue atrayendo. Indignado divertidamente, como siempre, aceptó mi homenaje a la luz de Praga, tan hiriente en la tarde como la de Roma.

Todos estos recuerdos me vienen a la palabra tras haber visto hace unos días La genou de Claire (1970), de Erich Rohmer. Ya maduro, me llega este Cuento moral para recordarme lo que amé y lo que, insensatamente, sufrí. Como Jerôme, también creí descubrir hace mucho tiempo en una rodilla la belleza del deseo y, también como él, tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano no para tocarla sino para bordearla. Como si en su vaciado estuviera contenido el secreto de su verdad. De alguna manera, como los adolescentes de los cincuenta imitaban a las grandes estrellas del Hollywood dorado, remedaba sin saberlo aquellas películas francesas en las que quería aprender la pulsión inconclusa de una identidad que se quería múltiple.

"Jerôme: Nunca he perseguido a una chica que no me pareciera predispuesta. 
Aurora: ¿Y esta no lo está?
Jerôme: Bueno esta es bastante rara. Provoca en mí un deseo evidente, pero sin sentido. Y aún es más fuerte por no tener sentido. Es un deseo puro. Un deseo de nada. Un no quiero hacer nada, pero el hecho de sentir ese deseo me molesta. Yo creía que ya no iba a desear a ninguna mujer. Además no quiero nada con ella. Aunque se me echara encima la rechazaría. Y aunque no quiero nada de ella, me da la impresión de tener una especie de como derecho sobre ella. Un derecho que nace de la fuerza misma de mi deseo. Es un sentimiento que había tenido antes y que he vuelto a experimentar ahora con mucha intensidad. La perturbación que me provoca me da como un derecho sobre ella. Sabes, estoy convencido que la merezco más que cualquier otro. Verás, ayer por ejemplo en el tenis, no sé, miraba a los enamorados y me decía que toda mujer tiene un punto vulnerable. Para unas es la base del cuello, el talle, las manos. Para Claire, en aquella posición, sobre aquella escalera, era la rodilla. Era el punto magnético de mi deseo, el punto preciso en el que primero hubiera puesto la mano si hubiera podido seguir ese deseo sin pensar en nada más. Y era allí donde su amigo había puesto la suya. Con toda la inocencia, con toda la torpeza, aquella mano sobre todo era torpe, y eso me chocó.
Aurora: Pero eso es fácil, sencillamente pon la mano en su rodilla y ya está el exorcismo.
Jerôme: No, es mucho más difícil de lo que tú te crees. Una caricia tiene que ser consentida. Sería más fácil seducirla".

La pasión de la palabra, el deseo de la nada, el instante fraguado por el arte de mirar anticipan, en un sostenido ilegible, la percepción fragmentaria, pero colmada, de la felicidad. Vuelta la mirada atrás, comprendo que así me entrené en la ciencia del amor antes de que fuese preciso desprenderse de todo aquello, para alcanzar una pureza imposible pero real. Allá, allá lejos, en la música de Sainte-Colombe. Aquí, aquí cerca, mi Madeleine.