domingo, 16 de septiembre de 2012

El testamento filosófico de George Steiner









Desde hacía diez años, George Steiner no había publicado un libro tan unitario como La poesía del pensamiento (Del helenismo a Celan). En él vuelve a sus temas de siempre, como si sirvieran para construir un ¿último? posfacio a Gramáticas de la creación (2001). La relación entre la música, las matemáticas y la poesía, que vertebraban aquel fallido intento de una estética teológica, dan paso ahora a una paráfrasis sobre las relaciones entre los dos frutos de la imaginación que han marcado toda su trayectoria: poesía y filosofía.

La tesis de esta obra es clara: poetas y filósofos utilizan el mismo instrumento, el lenguaje, y, por tanto, están sometidos a su poder y a sus límites. Parafraseando a Buffon, el uno y el otro son su estilo. Por ello, en todo gran  poeta, como en Hölderlin o en Celan, hay un filósofo, pero, en todo filósofo, aletea la sombra de un poeta, así en Heráclito, así, paradójicamente, en el mismo Hegel, ejemplo tortuoso de un lenguaje que se quiere autofundante.

En el primer Steiner se ha señalado la influencia de la Escuela de Francfurt. En Presencias reales (1988) se ha dicho que culminaba el hechizo que ha ejercido sobre su obra la figura de Heidegger. En sus siguientes libros, cuanto más reticentes al magisterio heideggeriano, más se ha ido haciendo presente la sombra de Wittgenstein. No sólo el del Tractatus, que acababa con la tesis de que “sobre lo que no se puede hablar, es mejor callar”, sino, sobre todo, el de las Investigaciones filosóficas. La poesía del pensamiento lo atestigua a cada paso.

Bajo tonalidades nietzscheanas, Steiner viene a sostener que todo esfuerzo teológico ha de entenderse como una gramática. La posibilidad de sentido es una cuestión de sintaxis. A Dios no se le podría dar otro culto que conjugándolo. Sin embargo, tras Auschwitz, el futuro, el tiempo de la esperanza mesiánica, pero también del progreso ilimitado y triunfante, se habría colapsado. “El que es” difícilmente “podrá venir”. El espíritu que sabe a ceniza ha dejado a Occidente sin Dios, desvanecido en un autismo ausente.

Aceptemos –parece decirnos Steiner- que sólo puede haber auténtico arte cuando se logra articular los trascendentales de verdad, bien y belleza. ¿Permite siquiera pensarlo la experiencia histórica del siglo XX? El agnóstico Steiner, maravillado lector de Dante, se siente incapaz de pregonar una restauración metafísica. Su visión es, más bien, elegíaca. No anuncia el nuevo día, que está convencido de que llegará pero cuyo horizonte es todavía desconocido, sino que contempla, en el crepúsculo, con melancolía, el paisaje que se difumina. Como en Gramáticas de la creación, como en Lecciones de los maestros, Steiner entona un kaddish (pulse aquí también) por la cultura occidental que, enferma de alzheimer, no recuerda ya a sus progenitores: Atenas y Jerusalén.

La poesía del pensamiento es un libro desigual, pero es sobre todo un libro invernal, casi testamentario, en que su autor parece presentir la proximidad de la muerte. Con una conciencia casi física de que el tiempo se le acaba, Steiner se apresura a recorrer con avidez los rincones amados de su biblioteca, imagen borgeana de su patria. Su nostalgia característica le espolea, inquieto, a repasar, más que con la vista, con el oído y hasta con el tacto las lecturas que le han acompañado a lo largo de su vida. Con todo, su apasionada serenidad no esconde cierta angustia. Al lado de las páginas donde brilla el mejor estilo sincopado de su autor, cuando se recrea en Heráclito, en Marx o en Valéry, otras acumulan esa erudición steineriana que no puede ocultar su agotamiento, su cansancio, su impotencia: “Siempre provisionales, mis preguntas se han vuelto imposibles de responder”, acaba reconociendo.

Solos, frente a frente, hablando quizás de botánica durante su encuentro en Todtnauberg, Celan y Heidegger alegorizarían, al final de esta obra, el silencio infinitamente significativo e inexplicable entre la poesía y la filosofía en esta época nuestra del epílogo. Siempre desafiada y siempre vencedora, Steiner opone a la muerte el consuelo, que es también conjuro, de la inmensa posibilidad que contiene el “no”, la negativa a rendirse. Un conjuro creativo. Un consuelo desesperado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario