sábado, 22 de septiembre de 2012

El criado de Petepré. El delicioso jardín de Thomas Mann.






Tengo un amigo que durante años, sordo a mis consejos, me ha elogiado sin parar Los Buddenbrok de Thomas Mann como si fuese su gran obra. Comparando esta novela con La montaña mágica, y en menor medida con Félix Krull o con Doktor Faustus, y aun viendo expresada en estas dos últimas el mefistofélico desafío de suplantar a Goethe, se veía deslumbrado por la perfección formal que desplegaba en ella un orfebre del pensamiento. Comprendo su fascinación por la convencional historia de tres generaciones de burgueses alemanes en la medida que descompone el modelo realista hasta convertirlo en una miniatura de precisión germánica. En Los Buddenbrok su autor, taxidermista de la palabra, jibarizó a Balzac.

Thomas Mann es uno de esos autores que me repelen pero cuya lectura me resulta indispensable. Pertenece, sin duda, a la estirpe de los druidas, capaz de los hechizos más portentosos bajo el porte atildado de un gentleman centroeuropeo de la belle époque. Aunque uno se resista, su estilo hipnotiza, potentísimo psicotrópico que su fantasía literaria no cesa de destilar.

Su fascinación por los efebos resulta extrañamente puritana. Es como un Sócrates que retozase haciendo examen de conciencia, mediante una intensificación del placer hasta el delirio de la abstención. Si Aschenbach, el protagonista de La muerte en Venecia, es el alter ego de su autor, su novelita es una refinada y educada fantasía masoquista. Ligeramente estucado, Aschenbach se encamina a su muerte con la levedad de un germano que se abstrae contemplando, a falta del Egeo, el mar Adriático recortado por la figura de Tadzio, ese adolescente hermafrodita.

Más que el voyeur Dirk Bogarde descolorándose en una tumbona al son de Mahler, como en la versión cinematográfica de Visconti, Aschenbach me parece la imagen de un Platón cristiano que hubiera, frívola pero profundamente, apostatado. La paideia manniana, alentada por una locura de amor que, inspirada en el Fedro, está lista para alzarse hacia la Belleza en sí, identifica eros con thanatos. De manera inhabitual, no se trata tanto del carácter destructivo del amor sino del tálamo abrasado que sería la muerte. ¿Cómo no se iba a desplomar Aschenbach ante tal condensación de liviandad evaporada hacia el horizonte?





Ese paganismo poscristiano alcanza su cima literaria, a mi juicio a contracorriente, en la tetralogía de José y sus hermanos. Publicada en el exilio suizo a lo largo de diez años (1933-1943), en pleno nazismo, su traducción completa al castellano ha tardado otra década en completarse (2000-2011), en Ediciones B, a cargo de diferentes traductores. En sus cerca de 1500 páginas Mann arrolla a sus lectores con una reflexión sobre el poder del mito en la fundación de Occidente, a la luz de la historia relatada en la segunda mitad del Génesis (capítulos 25-50).

El narrador de las aventuras de Jaacob, una especie de Ulises hebreo que ha sustituido el mar por el desierto, y de José, el Cristo interior de una gnosis milenaria, plantea los grandes problemas de la conciencia moderna –la providencia, el destino, la circularidad del tiempo…- como si fuera, simultáneamente, un exégeta liberal y literal. Escéptico, acepta cualquier interpretación simbólica. Está allí y aquí, desdoblándose, multiplicándose, como sus personajes. Dentro y fuera, pasado y futuro, se disuelven en el presente convocado por la escritura que incita a los lectores a adoptar disfraces con los que, a diferencia de los dioses griegos, puedan ocultar su mortalidad. Ya digo que para Mann la historia de José es una Odisea judía -una paradójica Anábasis de los hermanos de José-, cuya peculiaridad consiste en la conciencia histórica de que los otros dioses tienen sus días contados, mientras que el suyo es tan incierto como para no estar a la expectativa de su voluntad.

La suerte de José, como la de su padre, siempre se juega en el ámbito nocturno: la luna, los pozos, las mazmorras del inframundo. José es un efebo violentado por sus hermanos y acechado por la mujer del castrado Petepré, el nombre que adopta aquí Putifar. Su castidad no es una virtud, sino el élan existencial que traza y orienta la parábola narrativa de su vida:


Deseaba dejarse arrastrar hacia la perdición, llegar al límite y después resistirse triunfal en el último momento a la tentación; quería superar esa dura prueba y que su virtud se irguiese victoriosa, como homenaje al  espíritu paterno, algo que no hubiera podido hacer si la prueba hubiese sido leve… Por otra parte, también podría haberse debido a que vislumbrara el camino que debía recorrer, incluido su recodo, al intuir que para seguir su destino debía cerrar otro capítulo de su vida y volver a caer necesariamente en el pozo”.


En manos de un alemán del siglo XX, la luz cenital de la trascendencia bíblica asoma sus rayos como un sol de medianoche. Mi amigo es quizás demasiado germanófilo como para confesarlo.

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