martes, 26 de noviembre de 2013

La paradoja del último tango.





En el tiempo que engullía las diversas teorías contemporáneas sobre la ficción narrativa, me complacían especialmente las críticas que le llovían a John Searle por haber sostenido que la actividad de escribir novelas consistía básicamente en fingir que se hablaba o se escribía. Según aquel lingüista, no se podía aceptar la seriedad de las aserciones del novelista y mucho menos las que éste ponía en boca de sus personajes. Un ejemplo pedestre: que Madame Bovary engañase a su marido debía ser puesto en cuarentena porque, a efectos legales, ni siquiera el matrimonio que habían contraído tendría fuerza performativa. Todos sus diálogos carecerían del carácter ilocutivo que en una situación real de habla poseen.

Especialmente contundentes eran los argumentos fenomenológicos de Félix Martínez Bonati contra el punto de vista de Searle: “Es necesario aceptar que lo ficticio tiene efectividad, aunque sea válido también que el individuo ficticio no es real. Estas paradojas no son otras que las tradicionalmente conocidas e implícitas en nuestras nociones de realidad y ficción. Disolverlas es una tarea ontológica y de análisis lingüístico que exige una teoría de la representación”. El acto de la ficción no sería, pues, un acto de habla sino un discurso puramente imaginario que el lector reimagina en su lectura como parte del objeto creado que es la novela.

En aquella época vi Último tango en París (1972), que no es una novela, pero que, en un sentido analógico, es una ficción tan terrible como las Memorias del subsuelo de Dostoievski. Es cierto que el miserable funcionario ruso es una encarnadura únicamente imaginaria y que el viudo Paul, por el contrario, no existe sin la imagen de Marlon Brando. Y también que si las lágrimas de la prostituta Liza brutalmente humillada se disuelven en un reguero de palabras, las de la joven Jeanne, sodomizada, han llegado a cruzar las fronteras de la ficción cinematográfica. Narrativa verbal, narrativa visual, ambas ficticias, también disuelven la noción de realidad y exigen una teoría moral de la representación.

Me explico. La actriz Maria Schneider (Jeanne en la película) se sintió asaltada sexualmente en la famosa escena de la mantequilla, que no estaba en el guión y que habían preparado a sus espaldas Bernardo Bertolucci (el narrador-director) y Brando (el actor-personaje). Brando la había intentado calmar asegurándole que se trataba sólo de una ficción. El capullo de Bertolucci ha reconocido, a posteriori, que se sentía culpable pero que no se arrepentía, pues había conseguido transmitir realismo y veracidad. Podría objetarse que no se le ocurrió para dar mayor verosimilitud a la muerte de Paul que Jeanne le descerrajase una bala de fogueo por la espalda. Quizás no habría conseguido el portentoso efecto artístico de ver desmoronarse de frente el rostro de Brando como signo, por no decir contraicono, de una época que, más que nunca, es el germen de la nuestra.

En su autobiografía Brando, que le retiró la palabra al director durante años, confesó que “sentí que mi intimidad había sido violada y no quería volver a sufrir más como entonces”. No es extraño que quedase destrozado emocionalmente. Si se observan con atención las escenas más polémicas –que parecían las denuncias más atrevidas de la represión y de la censura-, lo peor no es lo que se ve sino lo que se dice. La mantequilla puede ser morbosa y brutal cómo atrapa Paul a la chica. Lo que me resulta casi insoportable es el simultáneo discurso escatológico sobre la familia que acarrea una violencia ilocutiva escalofriante. De igual modo, puede resultar escandaloso que Paul le pida Jeanne que lo sodomice con los dedos; lo horroroso es que sea el efecto perlocutivo de una declaración de amor.





Fernando Romo ha sostenido que la paradoja “disuelve las identidades recibidas y gastadas, para permitir alumbrar nuevas verdades”. Apresuradamente podría concluirse que la paradoja del Último tango consiste en ver transfigurada la pornografía en arte. La paradoja se movería en la colisión entre una moral referencial y heterónoma y una ética artística autónoma. Reconozco que en ese terreno el Ángel de la Luz se mueve como pez en el agua, siempre caído, siempre invicto.

En cambio, me llama la atención una paradoja previa: la del acto (po)ético, que veo formulada con precisión en la película de Bertolucci. El discurso imaginario es un acto de habla, tan fingido que efectúa la realidad de sus intérpretes más allá del objeto creado que los engloba y que los dota de sentido: el tango, baile del amor y de la muerte. O dicho al revés: hablar reimagina los límites de la inteligibilidad moral y artística. La paradoja poética posmoderna sostendría que hay también verdades nihilistas: no que el nihilismo sea verdad, sino que la verdad alcanza hasta a la ausencia de sentido. 

Como Don Quijote, que enloqueció leyendo libros de caballería y murió al recuperar su identidad de Alonso Quijano, Paul Brando y Jeanne Schneider asoman a los espectadores a una responsabilidad en caída libre: sólo se puede comprender la realidad imaginariamente, siendo el precio último la autodestrucción. Aislados, en presión, lo real imaginario hace estallar sus respectivos límites quebrando las máscaras –las personas- dramáticas.

Derrotado en la playa de Barcelona o en un ático de París, el principio de placer se desboca en un suicidio lingüístico y real. Bien lo proclamaba el caballero manchego ante el de la Blanca Luna: “Aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra”. Ahora, anónimos, a los amantes parisinos les falta hasta la piedad cervantina.


martes, 19 de noviembre de 2013

Vanidad clerical.




El sueño del caballero (1650),
de Antonio de Pereda

Hombre abrupto y solitario, en su exquisita cordialidad, mi padre solía reconvenirme: “Hijo, no aprendes. A los curas hazles caso, pero mantenlos a distancia. Sólo van a lo suyo”. Soy incorregible; siempre he carecido de su escéptico conocimiento del alma humana. Conozco sacerdotes –y religiosas− que, con sus defectos, pueden desvivirse por enfermos, jóvenes, marginados o, simplemente, personas. Pero, en cuanto muchos de ellos entran en la vida académica y social, asimilan las reglas del mundo hasta convertirse en auténticos Mr. Hyde. Pueden llegar a ponerse frenéticos si uno se niega a seguir viéndolos como Dr. Jekyll. No son hipócritas ni cínicos, que también los hay, sino que viven la esquizofrenia de creerse sus propias mentiras. Las excepciones, desgraciadamente, parecen confirmar la regla paterna. Así que procuro aferrarme a las excepciones para resistir a la desesperanza.

Una especie inquietante es la del cura adulador. En ciertos lugares, pegas una patada a la puerta de un partido político, de oenegés o de fundaciones privadas y salen curas de debajo de las piedras con la excusa de que son independientes y de que están trabajando por los derechos de la Iglesia y, en algunos casos desvergonzados, por los necesitados. No digo, ni mucho menos, que siempre. Me parece que lo llaman pobreza apostólica: contar con los recursos necesarios para hacer como que evangelizan. Tan aduladores que consideran hasta la mitra una oposición a cátedra al viejo estilo. Si no lo hubiese visto, no lo creería.

Cuanto más sencillo es el hombre y la mujer de Dios, menos hablan de sí mismos y de todo lo que hacen. Podrán tener sueldos miserables, pero saben que entre sus fieles hay quienes ni los tienen. Ni se humillan ante el rico ni se jactan ante el pobre. Por el contrario, cierto cardenal que yo me sé, tan sonriente, tan prepotente, suele fotografiarse, rodeado de sus adláteres, con los poderosos, con la excusa también de poder comprar esas porquerías que comen los pobres, como le gustaba parafrasear al cardenal Bergoglio sobre una viñeta de Mafalda. O, aún más,  como decía san Bernardo, horrorizado: "No les preocupa lo más mínimo la perdición o la salvación de las almas. No pueden sentirse madres. Usan el patrimonio del Crucificado sólo para engrosar, engordar y nadar en la abundancia; no pueden dolerse del desastre de José".

Hablemos de las Facultades eclesiásticas. Tengo razonables dudas de que la Iglesia, en general, esté realmente interesada en formar intelectualmente a sus futuros sacerdotes. Otra cosa es un barniz de cultura (que en catalán rima con confitura, es decir, con mermelada), cuatro cositas de metafísica y de antropología y un montón de exégesis. 

Cierto que los seminaristas se forman para ser pastores, pero esto no significa dar por descontado que los fieles sean ovejas que balan sin más. Un problema muy grave se está planteando ya: a menor exigencia académica mayores dificultades humanas y espirituales arrastran los jóvenes seminaristas y sacerdotes que se tienen que enfrentar con realidades pastorales en que el analfabetismo religioso está haciendo ahora mismo estragos.

A la formación universitaria de nuestro clero le falta la dimensión del magisterio pedagógico. Son necesarios, es una perogrullada, buenos maestros. Ante la sequía vocacional de las órdenes tradicionales y las múltiples necesidades pastorales del clero diocesano, es fácil y, sobre todo, más barato contar con la colaboración del sacerdote o del religioso que dedica unas horas a la docencia, o con la de laicos que, teniendo un trabajo dignamente remunerado en el mundo civil, hacen el esfuerzo de impartir clases sobre su tema de investigación en horas robadas al ocio. 

Admirables y dignos de reconocimiento, estos profesores carecen de los medios para dedicarse a fondo a esa tarea que no es un hueco que hay que rellenar: es, por encima de todo, una vocación -la de formar acompañando el itinerario espiritual del discípulo- cuyo celo debería consumir a quien la ha recibido. Desde luego que hay maestros, pero ¿es necesaria además la heroicidad? No debería confundirse la práctica de las virtudes con las condiciones para ejercer dignamente la profesión.

Claro que hay sacerdotes en universidades eclesiásticas que se dedican en exclusiva a su tarea académica, así como muy pocos laicos que, renunciando a trabajos mejor remunerados en la enseñanza secundaria, por ejemplo, asumen compartir tales responsabilidades poniendo no sólo la buena voluntad sino también toda su inteligencia. ¿Puede asegurarse que el conjunto de los claustros participa activa y coordinadamente de la tarea común de formar a quienes se confiará la predicación, la enseñanza y la celebración del Evangelio? 

Lo confieso: no puedo evitar sostener una certeza negativa. No quita que la calidad intelectual de profesorado y alumnado sea muy alta en casos puntuales, pero ¿se puede garantizar, en líneas generales, que el primero vive su vocación docente con el ascetismo que requiere entregarse a un alumnado que tampoco es para echar campanas al vuelo? No entro ahora si esta Congregación, aquella realidad o ese movimiento ya lo practica, en grado sumo, con lo suyos. Me refiero a los centros diocesanos y/o pontificios, que deberían ser de todos.

No irrita tanto la precariedad de medios, sino verla convertida en otra excusa -y van...- que justifica el oportunismo intelectual de los más y de los menos dotados. Tanto narcisismo clerical, fiel reflejo posconciliar de una sociedad autosatisfecha en medio de sus crisis, ha acabado convirtiendo la vida intelectual en la Iglesia en pequeños reinos de taifas que pagan sus gabelas, en formas de simposios y congresillos, para pretender que continúan siendo lugares de reflexión. Como la institución universitaria en su conjunto, la vida de la inteligencia espiritual ha acabado midiéndose por la cantidad de libros vendidos, por la de asistentes a actividades de múltiples fundaciones subvencionadas o por el número de apariciones en los medios de comunicación.

Se vive un sueño en que, como en el cuadro de Antonio de Pereda, puede leerse la leyenda: "Aeterne pungit. Cito volat et occidit”. El reloj, la máscara, la calavera, los naipes o la tiara siguen allí arrojados, como símbolos de vanidad y, ahora, como andrajos de glorias pasadas. ¿Puede el caballero seguir durmiendo? ¿Sólo queda conservar y proteger los restos menguantes de lo que había sido una grande, y problemática, herencia?


"Miré los muros de la patria mía
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
por la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
Salime al campo: vi que el sol bebía
los arroyos del yelo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurta su luz al día.
Entré en mi casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte;
vencida de la edad sentí mi espada.
Y no hallé cosa en que poner mis ojos
que no fuera recuerdo de la muerte".



Cavalcanti nunca ha sido clérigo. Tal vez sea esa la distancia entre el siglo XIII y el siglo XXI: entonces le acusaban a uno de ateo; hoy dan por descontado que sea eclesiástico. Pero el gran Guido, más corvo y menos fuerte, es sólo la sombra del poeta. Poeta güelfo, al fin y al cabo, con una esperanza desesperada.


martes, 12 de noviembre de 2013

El cosmopolitismo bandarra de Francesc Trabal.





Francesc Trabal (1899-1957) es uno de los escritores más singulares de la literatura catalana del siglo XX. Puede discutirse su calidad literaria y ponerse en cuarentena el alcance de sus “estirabots” (disparates), pero la fertilidad de su imaginación y su capacidad para la acción poética deberían haberlo convertido en un referente canónico de las vanguardias hispánicas. Como ha dicho Quim Monzó, “Francesc Trabal i aquella Colla de Sabadell van ser un dels luxes més cosmopolites que hem tingut en aquest últim segle. Llàstima que el país no hagi estat a l’alçada”. Si Cataluña no ha estado a la altura, a la cultura española en general le ha resultado completamente indiferente la altura a la que se encontraba este tipo de lujos.

Casi una década antes que el trío Lorca, Dalí y Buñuel montasen sus numeritos en la Residencia de Estudiantes, la Colla de Sabadell, formada por unos jovencitos imberbes, organizaban performances casi dadaístas por las calles polvorientas del Vallès. La primera de ellas en 1917, ideada por el propio Trabal, fue una excursión a la Font del Saüc (Matadepera) que comenzó por las calles de la ciudad como una romería a pleno sol con burro, sombrilla y terno impecable. Como colofón de esta primera experiencia lúdica, durante el picnic en la Font, Trabal improvisó unas coplas agitanadas en catañol, jaleado por la juventud sabadellenca.

A principios de los años veinte el mismo Trabal junto con Joan Oliver (después Pere Quart) y Armand Obiols fundaron la editorial La Mirada para dar conocer a los jóvenes narradores catalanes, en un género, como el de la novela, que parecía estar negado al Noucentisme. Pese a sus orígenes vanguardistas, aquel trío prefirió acogerse a la sombra de una gran figura noucentista. Josep Carner prologó el primer libro de Trabal, L’any que ve (1925), un libro paródico de las auques tradicionales, al que calificó como portador de “un Humor Indeliberat, Difós, Secret, dins l’Automatisme Tradicional de les Paraules Òbvies”. Trabal nunca había ocultado el magisterio de Ramón Gómez de la Serna.

Trabal sentía la extraña vocación de ejercer de surrealista con aires menestrales. Pocos escritores peninsulares se han tomado más en serio el “amor fou”. Sus personajes femeninos son inalcanzables objetos de deseo, de un deseo feroz y esquizofrénico. En L’home que es va perdre (1929) el protagonista pierde a posta objetos para encontrarlos. Llega a perder a su amada, cuyo rastro empezará a perseguir, enloquecido, hasta encontrarla y comérsela en un acto de canibalismo literario, metapoético, en la veta más vanguardista de las literaturas ibéricas.

A Trabal lo han calificado de escritor “integrado” y, en efecto, buscó la pequeña parcela de gloria literaria que las letras catalanas concedían durante la República. Vals (1936), la más modernista de sus novelas, la más europea, fue Premi Creixells. Su protagonista, Zeni, posee la superficialidad aérea de sus mejores creaciones, esa aura de punzante erotismo romántico que envuelve, incestuosamente, hasta los besos fantasmales. Pero a la novela le falta la alocada incoherencia y la redacción atropellada que habían articulado el universo más personal de su autor.

Mucho se ha reprochado a Trabal las disparatadas ocurrencias con que hace avanzar a salto de mata sus narraciones. Por ejemplo, las críticas al final de Judita (1930) son casi unánimes. Aunque sea lamentable que el personaje femenino estalle como una bellota en el aire, no puedo evitar sentirme inquieto por su cazurra semejanza con el final de La mort amoreuse de Gautier. Algo parecido me ocurre con una escena de Temperatura (1949), su novela de exilio, a mi juicio injustamente preterida. 

En ella el protagonista masculino, un voyeur, se introduce en la casa de una anciana para espiar lo que hace junto con su enamorada en la sala de música. Pasan las horas sin sentirse más que el ruido de un reloj. La resistencia del hombre se rompe, mientras las mujeres continúan mudas.  En manos de Trabal, la explicación del enigma parece un chiste dudoso. Explicado por Maurice Blanchot, seguro que habría dado pie a todo un análisis deconstructivo de la tradición poética simbolista, de Verlaine a Debussy.

“René Le Sueur de la Pomme seguía en el suelo, sobre la alfombra, hecho un nudo, durmiendo el sueño de los justos.
Una vocecita lejana, tenue, insinuaba:
-¿La Golden Sonata, de Purcell? ¿La Pavana, de Byrd?
Y dos siluetas, en el piano de nácar, arrancaban a cuatro manos el alma de la música, para gozar voluptuosamente de su propia carne, de esta carne eterna, dulce, suave, que tiene la música cuando uno llega a poseerla sólo por el tacto…”
 
La rauxa de Trabal, íntegra, radical, se eclipsó en Chile. Lujo indispensable, ay, su recuerdo parece hoy un homenaje del olvido.


martes, 5 de noviembre de 2013

Maese Pérez, el acordeonista de Bécquer.






En su Nuevo Glosario Eugenio d’Ors grabó en la lápida de la poesía española el siguiente epitafio: “Gustavo Adolfo Bécquer: acordeón tocado por un ángel”. Es obvio que si el catalán algo no perdonaba era el romanticismo organillero. Bécquer en ese registro era un maestro. Pero se supone que d’Ors trataba asiduamente con las diversas jerarquías angélicas, así que un cierto frío debía recorrer su oído atisbando la melodía celeste por el fuelle de los versos becquerianos.

Es lugar común decir que Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870), con su epigonismo heineniano, inaugura nuestra lírica contemporánea. Sin el sevillano, Juan Ramón no sería fuga raudal de cabo a fin. Tampoco Luis Cernuda sería una piedra solitaria donde no habita el olvido. Poesía de la conciencia, poesía de la experiencia, poesía de lo que sea, toda ella ha sido engendrada por el perillán pornógrafo –Los Borbones en pelota- que se murió tan joven y tan sifilítico. Nuestra poesía tiene por padre a un Bécquer que la engendró póstuma en el modernismo.

Confieso que Bécquer nunca deja de provocarme cierta irritación. En sus poemas no es raro encontrar unos cuantos versos que parecen a punto de alcanzar el cielo cuando al siguiente se despeña por la vulgaridad más cochambrosa o por la rima más atroz. Y no se debe a debilidad poética. Hay en él algo terriblemente español: la conciencia de que hasta lo más puro se puede profanar con obscenidad golfa, sabiéndolo un gesto estéril.

Según sus biógrafos más recientes, Bécquer era un conservador aburguesado, bien retribuido como censor al servicio de Luis González Bravo, implacable hombre de Estado. Tras su muerte, sus amigos habrían creado una leyenda de pobre desgraciado genial, con tendencias progresistas. Quizás se pasa por alto que incluso el más reaccionario de los españoles tiene momentos en que se harta de la fe, el orden y la tradición more hispanico. Si no lo puede decir a pleno pulmón, lo suelta en píldoras comprimidas. En todo carca íntegro bulle un punto de acracia que le da su sabor más picante.

Compárese cualquiera de las Leyendas becquerianas con los relatos, por ejemplo, de Téophile Gautier. El francés destila malditismo, lúgubre pasión demoníaca. Por más que adopte el atrezo misterioso y sobrenatural (surnaturel) del romanticismo, el sevillano, en cambio, transmite esa lección que los españoles llevamos en la masa de la sangre como una explosión de fatalismo, envidia y brutal sarcasmo: “¡Por pasarte de listo, so listo! Bien empleao te lo tienes”.

El beso es un ejemplo paradigmático. El toque patriótico no debería conducir a engaño. El capitán francés, blasfemo como el estudiante de Espronceda, cita a sus camaradas para seducir la escultura de una noble castellana que, flanqueada por su esposo guerrero, se yergue en la Toledo imperial y desgarrada de la ocupación. En el clímax de la orgía, se dirige a besarla. Como es lógico, el marido, de piedra, le pega un guantazo que le parte la cara. ¡Por listo!: “En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra”.

Maese Pérez, el organista es una síntesis aún más brillante de lo que vengo diciendo. En una Sevilla barroca, el maestro ciego, acompañado de su hija, toca cada Navidad un motete (¿tal vez, sin canto, el Ave verum corpus?) durante el ofertorio que, más que acompañar, hace presente la transubstanciación. El arzobispo, la nobleza más eminente y el pueblo abarrotan la iglesia del humilde convento para asistir al espectáculo. Maese Pérez, claro, se desploma muerto al tocar la última nota. Al año siguiente, un organista bisojo, malo con avaricia, parece arrebatar las notas del cielo en el mismo órgano de esta iglesia ante idéntica concurrencia. Al tercer año, con la iglesia del convento medio vacía, la hija de Maese Pérez profiere un grito histérico mientras el órgano sigue sonando solo.

Relatado indirectamente como una conseja de viejas, sobre los moldes del costumbrismo, los personajes son típicamente españoles. El genio poético vive recluido en su mundo, ciego a lo que le rodea, para así poder protegerse del odio: su talento despierta la conmiseración que permite en el alma nacional la admiración. Sólo el bizco, el que ve y no ve, sabe cómo atormenta esa superioridad. Pero, por pasarse de listo, no habrá piedad para él. Hasta el arzobispo sale escaldado: al fin y al cabo, la inteligencia en nuestras tierras es, en el mejor de los casos, un producto de elegante consumo:

“¿No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara; no os lo dije yo? ¡Aquí hay busilis! Vedlo. ¡Qué!, ¿no estuvisteis anoche en la misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa… El señor arzobispo está hecho, y con razón, una furia… Haber dejado de asistir a Santa Inés, no haber podido presenciar el portento…, ¿y para qué?... ¿Para oír una cencerrada?, porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San Bartolomé en la catedral no fue otra cosa… Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira…; aquí hay busilis, y el busilis era, en efecto, el alma de Maese Pérez”.


El busilis del alma. Lo más noble del hombre, un coloquialismo bárbaro. La cultura, una estratagema para pasar un buen rato. Maese Pérez, exiliado entre los coros angélicos, repasa en silencio las notas de su órgano que resuena como un acordeón.