Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
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viernes, 15 de septiembre de 2017

Los diarios paliativos de José Antonio Llera.



Lección de anatomía del Dr. Deijman,
Rembrandt (1656)

Distante y correspondido, el aprecio civilizado ha marcado las puntuales relaciones entre José Antonio Llera (1971) y mi heterónimo. Tan alejados ideológica y vitalmente, sospecho que comparten, calcinada e irrenunciable, una misma vocación literaria que, forjada a fondo en la prosa acerada e imaginaria, derrotada, de sus estudios vanguardistas, explica por qué considero casi un deber reseñar Cuidados paliativos (Logroño, 2017), su reciente volumen de diarios.

Llera, partisano de la literatura, resiste el análisis trivial y exige la atención alerta de su lector, bien conscientes ambos de en qué se ha convertido la fúnebre crítica literaria y sus pompas reseñadoras. Me aplico, con rigor samurái, su invectiva: “Salvo cada vez más raras excepciones, el reseñista se limita a planchar la ropa del autor”. No quisiera convertirme en el aguador de una escritura tensa que no esconde la fragilidad física con que su autor proyecta en el cuerpo de su imaginación los cuidados paliativos de una inteligencia tenaz y desconsolada.

Subtitulado “Diarios”, el cuaderno de Llera explora la fenomenología de un tiempo que, extrañado, reconoce a tientas como suyo mediante cortes transversales en la maraña de espirales que lo adensan. Casi carente de referencias cronológicas, muy vagas y que podrían abarcar el último lustro, el libro se despliega en seis partes precedidas de un pórtico que, icónicamente “Liminar”, constituye, en forma aforística, una poética que es, a la vez, su crítica: “Escribir con tinta negra en las pizarras negras: en la seguridad de que nacemos borrados: ilegibles: nazarenos en un orfanato”.

Llera pertenece al reducto abatido de su generación que todavía creyó, escéptico y apasionado, que la cultura y las artes, aunque no salvasen, iluminaban el naufragio insomne de nuestras fracasadas esperanzas. No supimos triunfar, porque reconocíamos, impotentes, en sus rasgos nuestras derrotas más temidas. Como luces crepusculares reflejadas en los recuerdos vidriados de su infancia y juventud extremeña, son reveladoras las entradas dedicadas a perseguir el secreto roto de amigos de aventuras y de familiares a punto de desvanecerse en el Hades de la memoria abrumada. Sus rostros -sus signos- adoptan las alucinadas formas de una cotidianeidad que sólo posee cuanto deshace.

Íntegro, tal vez desesperado, Llera sabe, como escritor, que es su deber no ceder al desánimo que los Códigos -y, sobre todo, los de la implacable y mortal Academia - inoculan tramposos en el cuerpo herido del Texto que, perseverante, modela su vida. Sus diarios ni recobran ni saldan cuentas con el tiempo perdido. Su escritura disidente, hecha de microrrelatos, prosa poemática o aforismos, en sus momentos climáticos de un surrealismo tamizado por la lección cubista que nos ha legado, repetido, el postestructuralismo, cartografía sueños, libros o películas en el filo de una negatividad material que permita la experiencia estética, irreconciliable y plena, de un tiempo tanto físico como (anti)narrativo, fragmentario en su paradójica unidad: “Los diarios que me gustan también contienen entradas un tanto banales. […] Hoy he dormido la siesta en el sofá viendo tiro con arco por Eurosport. Escapo así de la precisión para caer en brazos de lo inconcluso”. 

De esta manera, la investigación de Llera, intelectual y literaria, no está prefijada, sino que marcha a contrapié, al albur de lo imprevisto, de lo que surge, a posteriori, por una objetividad azarosa. La mirada inquieta, desasosegada, del protagonista sabe entonces tejida de la sustancia de sus sueños la letra de su identidad. Requiere, más que avizorar, abandonarse al ritmo asintótico de su duermevela: “Hablar aquí no sólo de lo que pasa, sino de lo que no pasa, de lo que no leemos porque no se puede dirigir la voluntad, cometa loca. Labio deshilachado en pos de nadie. Un cuaderno como este también debiera contener los moldes de las cosas, solo los moldes y nada más. Debe ser el fin del mundo si avanzamos”. Cerca de ese confín que se retrae -que se sustrae-, a la medida de su deriva, errática y coherente, se advierte la estela de un sentido fugitivo que inscribe, con su ausencia, la huella de su realidad. Ya Llera había advertido, al iniciar su libro que, para los indios hopi, el tiempo era extático, sin presente ni pasado ni futuro: “Así me gustaría que fueran estos cuadernos”.  

Que lo sean es también el desquite, impasible y certero, de las obligaciones laborales que han hecho de la profesión académica un atajo económico sin salida, mendicante, para la vocación literaria. Merece la pena leer, entre líneas, la lúcida decepción frente al derrumbe moral de las casposas satrapías universitarias que han dejado en ruinas las estafadas fantasías ilustradas de nuestra juventud. Podría sugerirse que, si el spleen fue la enfermedad simbolista del alma, en una época sin dioses la literatura hace de la enfermedad incurable de la muerte el nombre exacto de su devoradora dolencia, sin ira y con denuedo.

Cada vez me cuesta más poner en pie mis artículos de investigación, quizás porque trato de hacerlos cada vez más míos y menos del lenguaje académico. En esa operación purgativa, antes de ponerme a escribir, puedo consumir semanas enteras en que solo aguardo a que se acomoden las cargas a mi gusto (¿equipaje para una travesía o una demolición?). Entretanto, echo una ojeada a la excelente novela del mexicano Ruiz Sosa, veo partidos del Open de EE. UU., hago algún comentario en un foro deportivo y escribo los mensajes justos, hielo en la gran glaciación del silencio. No hago llamadas salvo a mi madre, a quien pregunto detalles de su infancia y juventud, o la enfermedad exacta que padece un pariente lejano. No duermo mal, pero el reumatismo me muerde las manos y las articulaciones sacroiliacas al despertar. Abrazo mucho a mi hijo, que está cada vez más delgado para que yo sienta sus huesos contra los míos. Solo comulgo con el sonido del aire acondicionado y quisiera tener ojos de cristal. Compraré este sombrero para ti, Pessoa; estos zapatos para ti, Walser, que comes la nieve a puñados; este triciclo para ti, Arrabal. Me llevaré a la boca todo lo que no puedo gastar y repasaré la velocidad de algunos pronombres.

(José Antonio Llera, Cuidados paliativos)


Entre las ruinas de sus días, prende Llera, vigilante, la enfebrecida yesca de su deseo sonámbulo.

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