Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 15 de agosto de 2017

Stilnovismo claravalense.



Apparizione della Vergine a San Bernardo,
Filippino Lippi (1482-1486)

Entre esos detalles que azuzan la curiosidad intelectual de cada cual, hasta ahora parecía no haber encontrado la ocasión de aclararme por qué Rémi Brague, antes de emprender sus grandes ciclos de obras filosóficas, había organizado en 1990 un seminario sobre San Bernardo y la filosofía. En su contribución el autor de La sabiduría del mundo advertía que el debelador de Pedro Abelardo y de Gilberto de La Porrée, en apariencia tan poco amigo de la dialéctica, había afrontado el imperativo socrático de conocerse a sí mismo, aunque con un matiz singular: desvió su atención del verbo a su sujeto. El abad de Claraval habría cuestionado el “sí mismo” de los filósofos. Al orgullo de la divinización filosófica habría opuesto la humildad de la verdad en que uno se mueve. Concluía así Brague refiriéndose a la postura de san Bernardo: “El modelo de «sí» subyacente es el de una pura situación en la urgencia de una acción, de un puro límite del mundo, esencialmente frágil porque está constantemente amenazado hasta en su estatus de ser”.

El stilnovismo claravalense, que no me canso de invocar en tantas de las entradas de este blog y que, malgré moi, posee un aire tan indefinido, ha ido gestándose en esa urgente precariedad. He considerado mi incierta identidad, a caballo metafísico de un nominalismo estético, como la búsqueda agitada de una serenidad cierta. Trascendida, no idealizada, debería concederle la paz de un silencio más hondo donde pudiera resonar el eco definitivo de la Palabra por llegar, hasta los límites de sus muros sobrepasados. Como Cavalcanti, desespero apasionadamente de los sentidos que no dejan de excitar el gozo efímero de mi caducidad. Como claravalense, adivino abrasado en su retórica las reglas de un arte imprevisto: el de bien morir a la letra en la esperanza de su espíritu. 

Siento que el stilnovismo claravalense necesitaría articular una poética del monasterio que apenas entreveo y que me reclaman, cada vez con más insistencia, las líneas de fuga que esbozan los planos temáticos y estilísticos de una escritura como ésta, al borde anacrónico de una anábasis moral y religiosa. Sueño el mar, el mar, el mar siempre recomenzado en la bóveda celeste que traza con columnas de incienso el sacrificio de cada entrada. Mi stilnovismo claravalense habría de ser la mirada litúrgica de una ascesis secular.

Pensaba así, tan difusamente, en estas cuestiones cuando acudí de nuevo a los escritos de san Bernardo. Me he quedado prendido en los sermones que dedicó, durante su Octava, a la Asunción de Santa María. Tras ensalzar la gloria de la Reina del mundo, cuyo tránsito introduce la liturgia más excelsa celebrada en el cielo desde la Pascua, el abad de Claraval comenta la visita de Jesús a los tres hermanos de Betania: Marta, María y Lázaro. Figuras de nuestra humanidad caída y redimida, compara su significado con la plenitud de la gracia dada en María la Madre. Aquel hogar –aquel castillo- debía tener por modelo el vientre virginal de María: “Que el Señor venga y visite con frecuencia la casa cuya limpieza realiza Lázaro el penitente, Marta se encarga de tenerla ordenada y María la llena con su contemplación interior”. La humanidad caída tendría entonces la posibilidad real de participar del ejemplo de Santa María, pues, según san Bernardo, las tres ocupaciones deben hallarse en toda alma perfecta: la meditación piadosa de Dios, la misericordia y la piedad con el prójimo, y la humildad y el desprecio de sí mismo.

Aunque cada uno debe hallar el lugar que le pertenece, el alma no puede renunciar jamás a la mejor parte, si de verdad quiere cumplir la voluntad de Dios. El Evangelio de Juan es tajante al respecto. ¿Trabajar por el Reino? ¿Estar alerta a la consumación del Juicio? Más radical: “Que creáis en el que Él ha enviado” (Jn. 6, 29). La contemplación y la escucha, que representan en la figura de la mujer la humanidad redimida, son el quicio mismo de la nueva Creación sellada por la Muerte y la Resurrección de Jesucristo.

El monasterio es el espacio simbólico que para el stilnovismo claravalense anticipa, hoy, esa realidad futura. ¿Anacrónico? Según se mire. El Ágora y la Academia -la Justicia y la Ciencia- se han prostituido hasta el extremo de convertir las humanidades en rastrojos para ser quemados en los altares de la Politheia contemporánea. ¿De qué verdad puede hablarse cuando la razón ha sucumbido a la dialéctica del poder de los amos y sus esclavos? ¿A qué conocimiento se puede aspirar si su naturaleza consiste en aplicar sus resultados más allá de toda moralidad?

Queda, pobre y oculto, sostenido por la insensata confianza de una fe irreductible, el Monasterio. En tensión escatológica, abraza y ampara la conciencia, la familia y la comunidad. Apenas se oye su voz. Desamortizado, usurpado, saqueado, es objeto de burlas y reducido a ruinas. Sin embargo, los furiosos principados de este mundo rechinan los dientes ante la fortaleza de su debilidad. A todas horas se alzan y se financian parodias sacrílegas de Monasterios, mientras que resalta más inextinguible la oscuridad luminosa de sus ruinas. Amedrentadas, denunciadas, quién sabe si pronto proscritas, no cesan de convocar a cada Hora del Oficio cotidiano la penitencia, el cuidado activo y el amor, por más que no dejen de traicionarlos. ¿Qué fuerza lo sostiene, a pesar de todo? La negación de sí mismo y el seguimiento que desafía y sorprende su propia desolación.

No hay cosa que tanto me agrade y me aterre como hablar de la gloria de la Virgen Madre. […] Pero cuando decimos algo de ella, sentimos que resulta inefable; y lo poco que decimos no agrada, ni gusta, ni satisface. […] Pero hay una cosa en la que ni ha tenido ni tendrá semejante: unir el gozo de la maternidad con la gloria de la virginidad. Sí, María ha escogido la parte mejor. La mejor de todas: es muy buena la fecundidad conyugal, y mejor la castidad virginal, pero es mucho mejor aún la fecundidad virginal o la virginidad fecunda. Y esto es privilegio exclusivo de María: no se dará a nadie más, porque no se le quitará. Es único, y por lo mismo inexplicable. Nadie lo puede disfrutar ni explicar. ¿Y si a esto añadimos de quién es Madre? ¿Qué lengua, aunque sea de ángeles, puede ensalzar dignamente a la Virgen Madre, y Madre no de cualquiera, sino de Dios? Doble novedad, doble privilegio, doble milagro; admirable y maravillosamente armonizados. Ni la Virgen merecía otro Hijo, ni Dios otra Madre

(San Bernardo de Claraval, Sermones en la Asunción de Santa María).


La poética del monasterio, femenina, deberá volver atrás la mirada y cantar –y encarnar aun indirectamente- la alabanza del Padre, del Maestro, del Monje.


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