Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
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martes, 18 de abril de 2017

Sócrates, Telémaco y... Proteo.



Jantipa mojando a Sócrates,
Reyer von Blommandale (c. 1655)

Hace un par de años reseñé en esta página un libro de Massimo Recalcati (1959) sobre la figura del hijo tras la muerte de Dios y del padre. ¿Desaparecía con ellos la posibilidad de sentido de la autoridad y también de la creación? Planteaba al final de aquella entrada si sería posible que Telémaco, huérfano, pudiera acabar desposando a Rut, la viuda moabita. En busca de ese posible encuentro he leído el libro posterior del psicoanalista italiano, La hora de clase. Por una erótica de la enseñanza (Barcelona, 2016) y he vuelto a topar con una respuesta ambivalente. Si se quiere entenderla, cabe embarcarse en la nueva aventura de Telémaco que no sale ahora tras los pasos míticos de su padre Odiseo sino tras las huellas históricas de Sócrates, su maestro por venir.

Me parecería un error aprovechar esta entrada para arremeter de nuevo contra la neopedagogía. El planteamiento de Recalcati obliga a otro tipo de reflexión. La Escuela-Edipo se ha arrancado ya los ojos. Su culpa disciplinaria asalta, como el fantasma del padre de Hamlet, a quienes detestan la clase magistral y ensalzan el enlace tecnológico de Claudio y Gertrude en red. Esta Escuela-Narciso desea, a fin de cuentas, evitar que la responsabilidad paterna afecte sus decisiones. Ha diseminado sus controles de vigilancia, los ha horizontalizado de tal manera que la distinción entre padre, maestro y alumnado se ha confundido. Los brotes psicóticos o la neurosis acechan los juegos de identidad de los participantes en la ahora llamada actividad docente.

Recalcati propone otro modelo de escuela: la Escuela-Telémaco que “se hace realidad en el encuentro con una palabra que sabe testimoniar no sólo que sabe el saber, sino que también el saber puede ser amado, puede convertirse en un cuerpo erótico”. En este sentido, hasta el libro de texto dejaría de ser un objeto autoritario para convertirse en el momento inicial de un diálogo que es siempre un motivo de temor y de deseo. El maestro no posee la palabra, en forma de respuestas prefabricadas, sino que la palabra sólo acontece en un intercambio que cuestiona tanta las seguridades del propio maestro como las del alumno.

Aprender más que un proceso entraña un riesgo simbólico decisivo: impone la ley de la castración, arranca de una ilusión del saber como presencia o como goce a disposición inmediata. Esta sería la lección de Sócrates: “el saber del maestro nunca es lo que colma la carencia, sino más bien lo que la preserva”. Y al preservarla exige del discípulo el éxtasis de la formación: no se trata de que el alumno aprenda por sí mismo a hacer cosas, sino que se sienta impulsado hacia ellas mediante la conciencia de su falta. El reino de la libertad es la experiencia del límite. Este recorrido no puede realizarse en soledad, con un GPS de proyectos y diseños curriculares, sino que exige una transferencia que modele la posibilidad de sobrepasar la ilusión de conocimientos a la carta. Éste no puede darse sino en una palabra que no lo contiene, sino que señala su excedente. La tarea del maestro es inducir el deseo de alcanzarlo mediante actos que, al margen de repeticiones escolásticas, fomentan una creatividad siempre desplazada de su centro.

Por ello, Recalcati defiende que la única escuela posible es “obligatoria”, es decir, que arranque al alumno del espejismo materno de la identidad para situarle en la dependencia estructural con el Otro, con la alteridad irreductible del lenguaje que socializa al sujeto mostrándole el espacio vacío de saber que alimenta el deseo, no su satisfacción. Puede objetarse que esta lectura platónica de Jacques Lacan podría convertir la función del maestro en una duplicación de la del psicoanalista y la práctica de la enseñanza en una prolongación de la terapia. Recalcati es consciente y dedica páginas a intentar mantener separados sendos ámbitos, sin renunciar por ello a una intuición de fondo que se le impone en su experiencia autobiográfica de niño con graves problemas de aprendizaje en una familia de escasos recursos económicos y sociales: el amor al saber se encarna en un diálogo inacabable. La lección de Sócrates es que toda respuesta incluye una pregunta que, por no poder ser colmada, debería acabar convirtiendo al erómenos en erastés.

La hora de clase es, pues, una discontinuidad que marca y hace posible la libertad del deseo. En ella acontece simbólicamente la separación del mundo, de sus exigencias productivas y sus compensaciones económicas, para que acontezca una verdad que, al no ser definible, pueda ser enunciada. Atisba una palabra cuyo centro es ausencia.

La última parte del libro de Recalcati adopta la forma de una carta de amor al maestro; mejor dicho, a la maestra fallecida de la adolescencia que supo arrancarle de la espiral de fracaso escolar y de violencia política en que, viéndose representado casi arquetípicamente, pareció abocada la generación de los años de plomo. Recalcati descubre el antídoto a la furia antiedípica de los setenta en una afirmación socrática de la vid torcida que halla en el cuidado de la palabra, en la posibilidad del decir del poeta, la maravilla oculta y escondida de una plenitud de ser, jamás agotable, siempre regenerada, ausencia que articula el deseo de la vida que consiste en aprender. La filosofía es una manera de vivir que hace de su estilo el fundamento de humanización. 

Sócrates es la maestra y la maestra es Rut. La muerte de Sócrates empuja a Platón a la Academia -a la retirada de la polis. En cambio, Rut emprende el camino de exilio, el movimiento de la pobreza y de la cura; el momento de lo imprevisible: la extranjera engendra la casa real de David. 

Perplejo entre estos dos modelos, el profesorado actual advierte, incómodo y deconstruido, que su papel es el de Proteo, dios marino que en la Odisea fue apresado por Menelao. Este príncipe orgulloso y rencoroso, que acaba de saquear la Troya de la cultura humanista por una esposa adúltera, le obliga a profetizar, mientras exige al mismo tiempo que se trueque en león, serpiente, leopardo, cerdo, árbol o agua. Y profetiza, oh sí, atenazado, la ruina de la casa de Agamenón.

Tal vez, para seguir la enseñanza de Sócrates que pueda desposarlo con Rut, Telémaco deba olvidar la compañía odiseica por un momento y amistarse con Aristeo. El pastor de Virgilio, en las Geórgicas, ha visto enfermar a sus abejas – la pasión del saber que se trabaja con la paciencia cincelada de un verso o de una hora de clase- y se ve impelido a buscar a Proteo. Exento de melancolías, es preciso que recuerden que la falta que se está pagando exige resarcir a Orfeo por la pérdida de su esposa amada a causa de la desenfrenada lujuria de la productividad y el rendimiento aplicado. Sólo así, de los cadáveres de los bueyes sacrificados al cantor de Tracia brotarán nuevas abejas sanas en racimos. 

Quizás por aquella época la dulce Parténope me nutrirá a mí, Cavalcanti, que disfruto dedicándome a mis aficiones en un retiro anónimo. Yo, que he jugado con entradas de cultura y que con la prudencia de la madurez te canto a ti, Telémaco, a la sombra del blog claravalense.

No hay adquisición auténtica, subjetivada, del saber sin un esfuerzo de la poesía, puesto que la poesía es la práctica que hace absolutamente singular la universalidad de la lengua. Bien lo sabemos: nadie como el poeta, pese a habitar el lenguaje, lo subvierte; pese a estar en la Ley de la palabra, traumatiza toda lengua ya codificada. ¿No es eso lo que todos deberíamos ser capaces de hacer en el campo del saber que nos alberga? […] Las letras del alfabeto cobran vida sólo si alguien aborda el salto singular de la palabra. Después el maestro se detiene, debe detenerse. Es su gesto más alto: acompañar y detenerse dejando marchar. Es el regalo fundamental de la escritura, pero también es el punto donde todo verdadero maestro sabe custodiar, para impulsar el inicio del camino singular de la vida”. 
(Massimo Recalcati, La hora de clase)


De niño odiaba la poesía. En la clase de literatura me hacían escribir sonetos y décimas con un diccionario de sinónimos y de rimas al lado. No se aprende sino lo que se hace, ¿no? Me salvó El viaje definitivo de Juan Ramón Jiménez. Su espíritu errante, aliterativo, nostáljico, me descubrió lo que le faltaba: la poesía de mi lectura. Soy aquel que no fui.

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