Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
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martes, 8 de julio de 2014

La melancolía de John Dowland.



Melencolias I (1514),
Alberto Durero


Tres veces he visitado Roma. Tres veces he llorado en la Ciudad. Cabe los muros del Vaticano, entre una horda de turistas, su luz otoñal hirió, más puras, mis lágrimas. Aprender a llorar es una de las tareas más arduas que he conocido. Recibir el don de lágrimas, uno de los regalos más sutiles, y dolorosos, de la gracia; tanto que quién no lo devolvería, si pudiera. Siempre me he resistido a él, pero a Roma venía ya llorado de una mañana guilleniana de mayo, bajo un álamo, en Hampstead.

Digo todo esto, rozando la cursilería, para recordar la obviedad de que la distancia más tortuosamente directa entre dos puntos es la línea que une Inglaterra con Roma. El cardenal Newman sentenció, con orgullosa humildad, que Oxford le había hecho católico. En el siglo VIII san Beda el Venerable había ya recordado a sus compatriotas que la catolicidad y la tradición británicas eran indisociables de su apostolicidad romana. Los recusantes del siglo XVI asistieron, impávidos, a su brutal extinción. Por usar la definición de Pessoa, podría ser que la melancolía católica inglesa hubiese brotado de esa “nada que duele”.

En todo ello me ha estado haciendo pensar John Dowland (1563-1626) (semper Dowland, semper dolens) a cuya antipática figura he asociado, inconscientemente, de modo inmediato la lectura de Melancolía, de Marek Bieńczyk, un autor polaco desconocido en España, cuyo libro se ha traducido ahora, tras quince años, no sé bien por qué razón, espléndida en cualquier caso.

De Dowland, uno de los mayores laudistas europeos de su época, me gustaría recordar dos aspectos -uno poético, otro biográfico- tal vez extrañamente vinculados a través de la melancolía. Aunque atrapado por el entusiasmo elisabetiano por los madrigales, uno de los géneros literarios musicales más en boga durante la etapa del manierismo, a diferencia de Monteverdi, que se inspiraba en los textos de Tasso, Petrarca o Guarini, Dowland primero componía, luego añadía la letra, imitando, claro está, los modelos de la época tanto en uno como en otro arte. Por esta razón, sus estudiosos destacan que el ritmo y la rima de sus textos eran “imperfectos”, pues la letra se adaptaba a la melodía y no al revés.

Dowland no dejó de achacar los obstáculos profesionales que padeció a su fama de católico. Durante algunos de sus viajes de juventud por el Continente, se había visto envuelto en intrigas políticas de exiliados contra la Reina Isabel. Se excusó como pudo en una carta dirigida a sir Robert Cecil en 1595, pero la Reina, aunque admiró su talento, desconfiaba de aquel “obstinate Papist”. Ha habido, pues, quienes atribuían la tristeza de Dowland a estas dificultades personales. En realidad éstas no habían alcanzado ni tan siquiera la categoría de desengaños, a tenor de la destreza comercial y de la constante astucia social de nuestro músico.

En una entrada divulgativa merecedora de ser enmarcada por su claridad y rigor, Pablo Rodríguez Canfranc ha enumerado cuatro explicaciones sobre esta melancolía atribuida a Dowland. Dejando de lado el carácter del artista, podría deberse bien a una búsqueda esotérica de tipo neoplatónico; bien a un ejercicio retórico, pues, como demostraría el inmenso The Anatomy of Melancholy (1621) de Robert Burton, aquella enfermedad del alma que los medievales llamaban acedia había llegado a convertirse en una epidemia en las Islas entre los siglos XVI y XVII; o bien, por último, a frustraciones personales fruto de las equivocaciones “políticas” que mencionábamos en el párrafo anterior.

Inspirándome libremente en Bieńczyk que, a rebufo de Walter Benjamin, defiende que “la imaginación melancólica no es otra cosa que una imaginación alegórica”, me atrevo a proponer una interpretación -¿también melancólica?, ¿acaso alegórica?-  de la creativa tristeza de Dowland.

Tras plantear la pertinencia de las huellas, entre otras, de los salmos penitenciales de Orlando di Lasso o de los madrigales de Luca Marenzio en las Lachrimae or Seven Teares figured in Seaven Passionate Pavans… (1604) de Dowland, Peter Holman ha resaltado que, en el estilo italiano, el elemento más importante era “el uso de figuras retóricas para crear un lenguaje musical de intensidad musical extrema y concentrada”. Citando a contemporáneos de Dowland, ha remachado la idea de que la técnica de la imitación exigía combinar una apropiada figura musical a cada frase de un texto. Dowland habría sobresalido en aplicar rigurosa e innovadoramente esta regla habitual en la música polifónica a la de sus danzas.

En nada posmoderno, la melancolía no se reduciría entonces a un mero ejercicio de estilo sino a la indagación intelectual de una verdad huidiza, que se refleja en el espacio de los fragmentos y de las ruinas del sentimiento; casi, al modo freudiano, en la posesión dolorida, interior, de un objeto cristalizado en el horizonte inalcanzable del deseo. ¿Una figura femenina? Tal vez la fe católica.

David Pinto ha interpretado alegóricamente las Lachrymae en un nivel musical y autobiográfico como el itinerario agustiniano de un Dowland penitente que, a través de lágrimas “gementes” et “tristes”, incurre en las apóstatas “coactae”, para luego derramarlas “amantes” y, por divina compasión, alcanzar las “verae” de la redención.

Mi interpretación religiosa no presupone que Dowland fuese católico, sino al contrario. Quiso serlo, pero renunció apropiándose alegóricamente de su objeto rechazado, hasta pagar por él psíquica y materialmente. No atreviéndose a abrazar, por la razones que fuera, el catolicismo, Dowland encontró en la música la imago mundi de su sufrimiento -y también su consuelo-. Ella le permitió organizar un teatro lleno de dispositivos retóricos e imaginarios que compensaban la angustia de una ausencia diferida. Como señala Bieńczyk, “la melancolía abre un espacio irreal en que podemos –movidos por el amor o por la aversión− entrar en contacto con ese objeto y donde el hecho de que nos apoderemos de él no puede verse amenazado por ninguna pérdida real”.

Entre lo irreal y la tristeza material se funda un vínculo indisoluble que Dowland caracterizó prodigiosamente en la música y el texto antitéticos de su extraordinaria pavana “Flow my tears” (1600): “Felices, felices aquellos que en el infierno / no sienten el desprecio del mundo”. Dowland se afanó, pues, por buscar hasta en la desesperación el único consuelo de la música. Dante, lúcido, lo dio por descontado nada más alcanzar la ciudad de Dite: "Pensa, lettor, se io mi sconfortai / nel suon de le parole maladette, / che non credetti ritornarci mai" (Inf. VIII, vv. 94-96)






¿Acaso hace falta añadir que obtuve el «Millenium Jubilee» peregrinando a Roma desde Londres?


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